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Ana Campoy: "La sociedad debe andar en espiral: volviendo a lugares similares, pero avanzando"

La escritora publica El paracaidista (Las Afueras, 2024), su primera novela para adultos, un alegato contra el silencio impuesto en la posguerra

3/12/2024 - 

VALÈNCIA. Donde impera el silencio, el aire se vuelve denso, lleno de violencia, y las herencias se quedan pegadas al apellido o al mote de cada familia. Ocurrió en la posguerra española, ocurrió en tantos lugares. Pueblos donde el silencio imponía más que muchas otras leyes. 

Ana Campoy entrelaza en El paracaidista (Las afueras, 2024) realidad y mito para contar la historia de los coletazos brutales de la Guerra Civil, a través de la historia de un paracaidista que es acogido por una familia marcada por la diferencia de clase y por estar ligada al bando de los perdedores.

La voz de Campoy, ligada a la literatura infantil y juvenil, se refresca pero no se aleja en su primera novela para adultos, con un estilo poético que pide al lector que llene los vacíos con su propias conclusiones. La escritora, afincada desde hace años en València, desgrana los detalles de la novela para Culturplaza.

–¿Qué diferencia hay entre una novela infantil o juvenil y una novela para adultos, más allá de la balda en la que las colocan las librerías y las bibliotecas?
–Hay un montón de diferencias. Desde un punto de vista general, un lector infantil aún no está completamente formado, por lo que debes adaptarte a su capacidad lectora, a su modo de ver el mundo e incluso a su percepción del espacio y el tiempo. Hay muchos factores que tienes que tener en cuenta para escribir para ellos. En cambio, un lector adulto es como una antena completamente desplegada. Puedes considerar cualquier elemento para conectar con él.

En mi caso personal, he notado que trabajar en literatura infantil y juvenil y la de adultos implica también un enfoque diferente. En infantil, como vengo del mundo del guion, siempre parto de una escena, un hecho, un giro de trama; parto desde fuera. Sin embargo, en El paracaidista y otros relatos para adultos que he escrito, parto desde un sentimiento, desde la sensación de un personaje y construyo hacia afuera, como si hiciera un zoom. Es un proceso inverso: en infantil trabajo desde la escena hacia el personaje, mientras que en adultos comienzo por el personaje y luego llego a la escena.

–¿Y qué arrastras de tu experiencia en la literatura infantil? Escribir desde cierta inocencia parece permitir afinar mucho más las palabras, abrir más el abanico, usar un lenguaje más imaginativo. ¿Lo has sentido así?
–Sí me he llevado muchas cosas de la literatura infantil a El paracaidista. La primera es, precisamente, esa apertura hacia la fantasía y la magia. Quería que tuviera presencia en la novela porque me interesaba ese cambio en el punto de vista y jugar con la idea difusa entre mito y realidad. El mito es algo que nos contamos para explicar la realidad, y en esta novela quería que se desdibujara mucho lo que es real y lo que es mito.

Además, la novela está inspirada en una zona donde esto sucede mucho, que es Jaén. Allí, la leyenda, el mito e incluso la creencia en los santos que curan… La magia inherente no tiene nada que ningún nivel sociocultural; está ahí e impregna cada aspecto de la vida.

–El eje sobre el que gira la novela es la relación entre la palabra y el silencio. ¿Cuál fue el motor de establecer estas dos coordenadas?
–Podría decirse que es una especie de clave morse: donde no hay palabra, hay silencio; y muchos silencios dicen más que las palabras. Aunque es ficción, me inspiré en mi abuela; su vida me transmitía esa sensación: había muchos secretos detrás de sus silencios, y eso me llevó a hacerme preguntas. ¿Por qué callaba? ¿Por qué, incluso ya en democracia, no sentía la pulsión de hablar? Era una forma de ser. Toda esta reflexión está detrás de la filosofía de la novela. Si lo piensas, es como un tejido: la trama funciona como un tapiz en el que cada línea nos da información sobre otras líneas transversales, sobre otros personajes. Es como cuando haces punto; la hebra va apareciendo y desapareciendo —se muestra y se oculta—. Ahí está la clave.

–En el pueblo de la novela, aunque no se verbalizan, parece haber unas normas sobre el silencio, no escritas pero asimiladas por todos: cuándo se habla en clave, cuándo en voz baja, cuándo directamente hay que callar…
–Eso es algo que sucede en la realidad, y si miramos a nuestro alrededor, a veces sigue ocurriendo. Hay tabúes. Decir ciertas cosas en voz alta puede traer consecuencias, y en la época en la que se basa la novela, era así sobre todo si eras mujer o del bando de los perdedores. Y eso trae consecuencias: el silencio y todo lo que pesa a su alrededor machaca al individuo, lo hace crecer de una manera ortopédica. 

Y otra vez, volvemos al mito, que es lo que creamos cuando las cosas no se pueden explicar o no tienen explicación. Aquí el pueblo actúa como un colectivo que intenta, sin no asumir la explicación verdadera, sí intentar relatarse a sí mismo una posible explicación que esté relacionada más con lo mágico.

–¿Qué sucede en una sociedad cuando el silencio no es un evento sino una dinámica?
–Si no hay habla, no nos comunicamos; si no nos comunicamos, estamos muertos. No podemos recordarnos, no podemos construir nada nuevo, no podemos avanzar. En esta novela quería explicar que una sociedad no debe andar en círculos, que es lo que implica el silencio, sino en espiral: pasando por lugares similares a los anteriores, pero que supongan un avance. Si hay silencio, ese avance no se puede ocurrir. Tiene que haber un catalizador que nos lleve al extrarradio, a nuevas perspectivas, para que podamos seguir progresando.

–Tú que vienes del guion, algo que destaca en la novela es cómo utilizas el silencio para crear un "fuera de campo" que no siempre se resuelve, y eso implica al lector de una forma distinta. 
–Cuando hay un silencio, el lector pone lo que falta con su propia imaginación. Es como dejar un espacio en blanco para que lo complete. Me parece mucho más sugerente e interesante mostrar un poquito y que sea el lector quien construya el resto del relato. 

También quería que el lector sintiera lo que yo sentía: mi abuela me dejaba mirar por un ojo de la cerradura, pero nunca abría la puerta. Yo tenía que imaginar lo que había detrás, porque ella la cerraba. Como testigos de la historia, por mucho que imaginemos, tal vez lo que ocurrió fuera aún más terrible.

–Escribes con un lenguaje muy poético, el texto está lleno de metáforas. Una idea escueta tiene la capacidad de teñir una página entera. ¿Cómo has afinado este estilo de escritura?
–Por un lado, fui rescatando ideas a vuelapluma que fueron surgiendo durante años. Yo sabía hacia dónde quería ir, pero era como una nebulosa. Fui anotando durante años pensamientos, ideas o frases que me sugerían esta novela, como un baúl en el que iba acumulando materiales.

Después de la pandemia, sentí que necesitaba un cambio, hacer algo diferente, y decidí que era el momento de abrir ese cuaderno. Como vengo del mundo del guion, organicé las ideas en post-its, creando un mapa general. Cuando lo observé con perspectiva, me di cuenta de que la estructura ya estaba ahí, solo me quedaba escribirla.

Me hice una escaleta con las "paradas" que debía hacer, como si fuera una línea de tren. Pero lo que sucede entre una parada y otra es fruto del momento, de mi bagaje como escritora, de las lecturas, los referentes… Todo lo concentra mi ser literario. Fue un proceso de escritura muy intenso, sin distracciones, porque era muy importante no perder la visión de conjunto. Durante tres meses trabajé prácticamente todos los días, de sol a sol, escribiendo y revisando.

–Háblame de la figura de la sombra, que no representa algo en concreto, sino que parece concentrar todo lo que sucede.
–Una de las cosas que podría identificar con la sombra es la herencia. ¡La herencia pesa tanto a veces! No siempre se heredan cosas buenas, y sin embargo se replica. Pueden ser herencias materiales, sentimentales, educativas, o incluso algo tan simple como un mote familiar. Si naces en una familia con una historia, esa historia te acompaña, aunque no sea tuya. Más aún en entornos cerrados. Todo esto está muy relacionado con lo que hablábamos antes de andar en círculos: la sombra, esa herencia, te atrapa, pero tal vez como individuos podamos abrir esa espiral y romper con ello.

–Justo te iba a preguntar por las herencias. Pienso en Chirbes, que defendió en diferentes historias la mancha de las herencias. Pero una cosa es la tradición y otras las decisiones conscientes de no romper con ellas. ¿Hasta qué punto los personajes de tu novela pueden, o no, romper con los males de esas herencias?
–Romper es muy difícil, incluso ahora. Las familias pesan mucho, igual que la sociedad. La pertenencia no es solo formar parte de algo, sino que también implica aceptar sus reglas. Para situar el escenario de la novela, aunque en realidad es fabulado, me inspiré en un artículo que leí en El Español. Hablaba de un lugar conocido como el Triángulo de los Suicidas, donde las personas tenían la tradición macabra de suicidarse del mismo modo que lo habían hecho sus antepasados. Generalmente, el suicidio era por ahorcamiento en un olivo, la gran mayoría, o por tiro de escopeta. La tradición era tal que incluso los hijos e hijas se guardaban la cuerda con la que se habían ahorcado sus padres. Era una profecía autocumplida. El artículo explicaba el por qué de este fenómeno, y estaba relacionado con los entornos cerrados, la falta de alternativas y la idea de que solo hay una manera de resolver algunos conflictos.

–Me preguntaba lo de la herencia sobre todo por la maldad de los Casca. Al principio, cuando dibujas ese linaje, parece que no tienen escapatoria. Supongo que el poder es lo que te quita las ganas de romper con ello.
–El poder es un privilegio, y renunciar a un privilegio es muy complicado. Lo vemos en muchísimos aspectos: en la lucha de clases, en el feminismo… El machismo persiste porque es una ostentación de poder, y renunciar a él es extremadamente difícil. Si heredas ese poder y vives en un entorno donde la supervivencia lo condiciona todo, renunciar a él se vuelve prácticamente imposible.

–En ese microcosmos que es un pueblo es más evidente el abismo entre clases que separa a dos personas dentro del mismo espacio y que perdura por generaciones. ¿Qué reflexionaste sobre la servidumbre en este libro y en la investigación de esa época?
–No fue solo la Guerra, eso solo fue un punto de partida. También fueron los 40 años de franquismo que vinieron después. En muchos lugares regía un sistema que era prácticamente feudal. No hace falta irse muy lejos: Delibes lo retrató en Los santos inocentes. Esa clase privilegiada que ganó la guerra mantuvo el poder durante el régimen y tuvo acceso a lugares sociales que aún hoy ostentan. Da la sensación de que existen dos tipos de reglas: las de ellos y las del resto. Siguen heredando esa victoria y, con ella, sus privilegios. Y luchamos con eso como podemos, con las herramientas que nos permite la democracia.

–Hay escenas en la novela que evidencian esas diferencias de poder, como son las del duelo. Incluso en algo tan universal como la muerte, esas relaciones de poder se mantienen.
–Es algo tan antiguo como el mito de Antígona, a la que no se le permite enterrar bien a su hermano porque ha sido un traidor, y Creonte lo prohíbe. Ese mito se ha utilizado mucho para hablar de los vencidos que no pudieron ser enterrados en suelo sagrado, a pesar de ser personas religiosas.

Antígona reclama una ley humana: el derecho a enterrar bien a tus muertos. Esta pena se ha seguido heredando y reclamando hoy. Y aunque tenemos una Ley de Memoria Histórica, lo que falta es dinero. Sin recursos, no se pueden exhumar y enterrar dignamente a los fallecidos. Es una cuestión de humanidad, no solo política —que también lo es. Todo el mundo debería tener derecho a dar un entierro digno a sus seres queridos.

–¡Qué interesante que relaciones los mitos de un pueblo de Jaén en la posguerra con la mitología griega!
–Es que la cultura grecolatina nos atraviesa desde el origen; toda nuestra cultura está basada en esos mitos. Realmente, un dios es un ostentador de poder frente a un mortal, y ese esquema se replica en sus variantes y leyendas. Por ejemplo, en El paracaidista está muy presente el mito de Aracne: dos mujeres enfrentándose para demostrar quién es mejor. Ahí vi una alusión directa al patriarcado, que enfrenta a las mujeres en un entorno de carencia.

La fábula de Aracne ha trascendido desde Ovidio, pasa por Velázquez, pasa por Lorca… El símbolo de la cuerda y el ahorcamiento es prácticamente universal, y rescatarlo es recuperar nuestras raíces culturales. Y si nos ponemos metafóricos, es como tirar de la primera hebra de un tejido, conectando con esa idea del entretejido cultural que atraviesa toda la novela.

–Hablabas antes de desdibujar la frontera entre mito y realidad. En la novela, en ocasiones desmontas ideas como la del santo que "cura", pero al mismo tiempo parece que defiendes otros mitos como formas válidas de memoria y explicación. ¿Cómo manejas esos dos planos?
–Hay una diferencia entre la necesidad de explicar algo y la verdad. La verdad siempre tiene que salir a la luz siempre, porque es lo que cura. Pero también creo que todos tenemos derecho, conociendo la verdad, a explicarnos la realidad de la manera que menos nos duela. Y eso también debería ser válido, si nos consuela. Supongo que mi visión está influida por haber empezado mi carrera en literatura infantil: creo que la fantasía debería ser igual de válida que la realidad en muchos aspectos de la vida.

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