Te veo ahora, hoy mismo, aquí. Estás sentada a la mesa, enfrente de mí, y sostienes un bote de leche condensada con la mano derecha. La izquierda, cuchara en mano, se mueve al compás de tus palabras. Tienes que probarlo, me dices/nos dices, y sigues gesticulando como si de ese movimiento naciese tu discurso, como si del aleteo de una extremidad pudiesen aflorar las palabras. La pasión que se desprende de esa mano en movimiento es la estructura, una especie de esqueleto contingente, mientras que los fonemas que manan de tu boca se convierten en el adorno, un revestimiento secundario de contenido.
Tres décadas largas no han sido suficientes para que simpatice con esta rareza tuya de echarle leche condensada al arroz a la cubana. Tienes que probarlo, repites, y yo te respondo con el escepticismo propio de quien siente devoción por la salsa de tomate así como aversión por los inventos gastronómicos. Algún día, te digo. Algún día, te repito. Algún día probaré esta comida del demonio que me persigue desde la primera vez que te vi ingerirla, gustosa y satisfecha, las dos junto a un camping gas en las cercanías de un bed & breakfast holandés.
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Un par de lágrimas te cruzan las mejillas. Han saltado al vacío desde tus ojos, plof: descompresión acuática, y en este momento trazan un camino cuesta abajo, primero atravesando el tacto mullido de tus mejillas y luego chocando bruscamente contra el hueso de tu mandíbula. Lloras de cabezonería porque así es como imagino que has llorado siempre. Lo que te duele a ti no es el dolor en sí, lo que te duele a ti es la tenacidad. Te has propuesto hacer lo que sea: un movimiento, una carrera, un doctorado, y sabes que lo vas a conseguir cueste lo que cueste. Y si por el camino te rompes la crisma pues ya se cerrará la herida y si por el camino te caes agotada pues ya te volverás a levantar.
Las lágrimas que vemos van del ojo a la mandíbula y su brillo a trasluz se asienta en tu tez como el símbolo audiovisual de pausa. Dos líneas paralelas y en vertical que nos dan una tregua. Ellas siguen su curso, una nueva vida aposentada en las redondeces de tu cara, hasta que vuestra relación da un vuelco y decides que ya no serán más dos líneas paralelas y en vertical sino que se van a convertir en dos trazos esféricos, un paréntesis cerrado en torno a tu boca. Sonríes. La cara de marededéu compungida de minutos atrás se transforma en expresión triunfal. A hostia limpia contigo misma has conseguido que la meta que te habías marcado hace semanas se haya transformado por fin en un check de color verde reluciente.
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Una de mis novelas favoritas se llama Fatamorgana de amor con banda de música, del escritor talquino Hernán Rivera Letelier. La historia llegó a mis manos porque hace años que vivo obsesionada con el pueblo (expueblo, de hecho, porque ya no existe) Pampa Unión. Fundado en 1911 por mineros del salitre, dicho asentamiento de población fue algo así como un infierno terrestre de moralidad diluida: pobres, prostitutas y abandono institucional. Tal era el nivel de depravación que la República de Chile jamás les concedió la municipalidad y hasta la Iglesia católica se negó a ubicar allí un templo para implementar la liturgia entre los obreros.
Pero un día de 1929 llega a Pampa Unión la joven Golondrina del Rosario, hija de un magnético barbero anarquista llamado Sixto Pastor Alzamora. La sola presencia de ella, de Golondrina del Rosario, ya es motivo suficiente para dulcificar la agreste realidad de todos los residentes. Como un amanecer que se abre camino a través de una cortina porosa, como el primer bocado de sandía del verano, el halo bondadoso de la joven Golondrina del Rosario recorre las calles de Pampa Unión para acompañar a los dolientes de los males de la época. Un abrazo de madre, un tacto balsámico que ahuyenta a los monstruos. Golondrina que resulta que eres tú. La luz de la planta de Oncología del Provincial de Castelló.