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el interior de las cosas / OPINIÓN

Atardeceres rojos

3/09/2019 - 

 La llegada de septiembre mostraba en sus primeros días el ajetreo del regreso, el  fin de unas vacaciones eternas, que vaciaban la ciudad, que transcurrían entre pueblos, fundiendo el mar y las montañas. El regreso al piso de la ciudad te devolvía a la rutina, otorgando, asimismo, ciertas emociones por retomar el curso escolar, las amigas, los juegos urbanos y el progresivo refrescar de la temperatura. Además, contenía el entusiasmo de los libros nuevos, cuadernos, materiales, aquellas gomas de nata que se aspiraban hasta el infinito.

Recuerdas los primeros olores de septiembre, el aroma de los libros nuevos y aquel plástico duro, transparente, para forrarlos, ajustando y adhiriendo con celofán tras las cubiertas. Después llegaría el vinilo auto adhesivo, el aironfix, que se pegaba directamente. Cortabas los sobrantes, pegabas las pestañas y sentías que el libro perdería su portada y contraportada. Ahora, curiosamente, hay miles de videos tutoriales para aprender paso a paso cómo forrar los libros de texto. Septiembre  era el mes de los reencuentros, de las emociones infantiles al cambiar de clase y ascender un nuevo curso. De párvulos a primaria, el bachillerato… cada año más mayores.

El regreso permitirá tomar, una vez más, el pulso político de un país en suspenso y abocado a unas nuevas elecciones. El cansancio y fastidio nacional es notorio. El desencanto, también

Los veranos nos dejan tiernas imágenes de aquellas infancias felices, de un padre que creaba inmensos castillos con la arena húmeda de la playa, unos hermanos que se zambullían saltando las olas, aquella fruta bajo la sombrilla, la nevera, las sillas, la mesa, los bocadillos de filete empanado, la tortilla de patatas, la ensalada templada, y aquellos atardeceres interminablemente rojos a los que nos acostumbramos y nos marcaron para siempre. Rebozados de arena, comiendo arena, tragando agua salada, entrando y saliendo de un mar que sentíamos propio desde el primer día en el que mojábamos los pies tras dejar la ciudad mesetaria por un tiempo. Viajes por aquellos puertos de montañas, Contreras o Cabrejas, viajes de dos niñas y un niño embutidos en un seat seiscientos. Paradas técnicas, la nevera, la mesa, las sillas plegables, los bocadillos de filete empanado, la tortilla de patata, la ensalada templada. Un padre que se emocionaba cuando el coche despedía Cabrejas y entraba en la ciudad de Cuenca, que repetía “es única, única”, buscando que la amáramos como él la amaba. Y la amamos, y la añoramos. Porque la vida, precisamente, se trata de estas pequeñas cosas.

El regreso, volver al lugar desde el que se partió, engendra, simultáneamente, espacios anímicos oscuros y luminosos. Y cuando no se parte hacia ningún lugar el tiempo se queda congelado en una triste mueca. La lluvia, los truenos y el viento de ayer sembraron la ciudad de un otoño prematuro, septiembre olía a regreso, a bullicio urbano, a deseos estivales truncados y también al placer de recobrar la aparente tranquilidad de los días. El periodista y escritor Ernest Nabàs Orenga recordaba en una red social la imagen de un atardecer, del 1 de septiembre de hace tres años, en el Desert de Les Palmes. “Esta puesta de sol huele a otoño. Es la estación del año donde los colores y olores (castañas, nueces, membrillos...) son más intensos. Las montañas de Benicàssim, desde la masía, recuerdan ‘el otoño del patriarca’, que en sede parlamentaria abrió la puerta del adiós y de la esperanza. Escribí aquello de la fusión de colores de otoño, entre el rojo y morado de una enredadera en Puertomingalvo. Ahora, el grito de la gente para que esa fusión se realice es más fuerte porque es más posible y necesario. Pero me resigno a que, como en tantas ocasiones históricas, nos defrauden de nuevo. Triste”.

La realidad y los problemas ciudadanos no se mueven paralelos a los planes de los políticos que desde Madrid parecen jugar con los sueños de las personas

El regreso permitirá tomar, una vez más, el pulso político de un país en suspenso y abocado, seguramente, a unas nuevas elecciones. El cansancio y fastidio nacional es notorio. El desencanto, también. Porque con el regreso de septiembre volvemos a sentir esa rutina que está asfixiando a una gran parte de la ciudadanía, precariedad laboral y salarios, disparados alquileres de pisos, imparable subida de precios, la cuesta de septiembre, y, para muchos, el ingrato sabor de unas vacaciones imposibles o el inicio de un nuevo ciclo de recortes. La realidad y los problemas ciudadanos no se mueven paralelos a los planes de los políticos que desde Madrid parecen jugar con los sueños de las personas. Es agotador tanto trasiego de objetivos y fracasos, de propuestas y despropósitos. Desalentador. Tal como dice el refrán valenciano Al setembre, qui tinga llavor que sembré. Pero sin semilla, y en tierra yerma, no habrá frutos ni cosecha.

volver al lugar desde el que se partió, engendra, simultáneamente, espacios anímicos oscuros y luminosos. Y cuando no se parte hacia ningún lugar el tiempo se queda congelado en una triste mueca

Gregorio Benages, l'Home del Penyagolosa: el último pastor del Gegant de pedra se jubila es el hermoso titular de un reportaje de Eduard Balbastre y Mar Polo, con imágenes de Carlos Pascual, publicado en Castellón Plaza el pasado domingo. Gregorio, el pastor del Penyagolosa se jubila tras más de treinta años trabajando solo en las tierras del Parc Natural. De Xodos, Gregorio comienza el día en uno de los dos bares del municipio, un bocadillo y el barrejat de cassaña y mistela. A los 14 años ya trabajaba esquilando ovejas y pastoreando ganado bovino. Cuenta Gregorio que la burocracia administrativa es complicada e insufrible, que las ayudas de las administraciones son contradictorias y escasas y que el alquiler de pastos y las cargas fiscales son elevados. Y lo explica porque piensa que no habrá relevo generacional en su oficio. Después de 55 años pastoreando con su jubilación no se detendrá y seguirá subiendo a uno de los espacios más bellos de Castellón. El Gegant de Pedra, con su intenso horizonte, sus vientos y sus nieves, con su pico de 1.813 metros sobre el nivel del mar. Desde lo más alto del macizo es posible que, en algún momento, podamos divisar el futuro.

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