Si tiene hijos en edad escolar, échese a temblar. Este curso entra en vigor la ‘ley Celaá’. Despídase de una enseñanza que prime el esfuerzo y el conocimiento. Esto es lo que le espera: la educación como parque temático, el adoctrinamiento en las aulas y el triunfo de los mediocres
Los médicos deberían desaconsejar la lectura de la prensa a la hora de la comida. En la plaza de Dins de Alcoy, en la terraza de un bar que evito mencionar, leo la crítica de un catedrático a la nueva selectividad. Se pronuncia con dureza contra el proyecto de la ministra alegre de Educación. Entre otras cosas, dice que banaliza el acceso de la Universidad, desprecia el esfuerzo y el conocimiento, y arrincona asignaturas como la Lengua, el inglés y la Historia de España. En sus conclusiones advierte de los enormes daños que la Ebau tendrá para la enseñanza universitaria.
Suscribo sus palabras de principio a fin. Me he pronunciado, en parecidos términos, al enjuiciar la política educativa del Gobierno aterrador. Pero me di cuenta de lo inútil de mi empeño. Observé que a nadie le importa la educación. Si creemos al CIS, figura entre las últimas preocupaciones de los españoles. No cabe esperar, al menos a corto plazo, que las asociaciones de padres y los sindicatos de profesores se manifiesten contra la degradación de la enseñanza, principalmente la pública. Habrá que esperar a que gobiernen las derechas para que salgan a la calle.
Estaba cegado por mi ingenuidad. Ahora, sin embargo, lo empiezo a ver más claro. Los asesores de la ministra alegre y de su predecesora, la abuela Celaá, no eran tan torpes como creí en un principio. En realidad sabían lo que estaban haciendo. Se trataba de acabar el trabajo que san Rubalcaba que estás en los cielos inició en los años noventa con la aprobación de la nefanda LOGSE. Entonces se pusieron las bases para demoler la educación pública en España. Sólo era una cuestión de tiempo alcanzar el ambicioso objetivo de transformar el sistema educativo en una superestructura ideológica al servicio de los trileros de la socialdemocracia indígena.
El PSOE ha arrasado el edificio de la educación con tan solo tres leyes: LOGSE (1990), LOE (2006) y LOMLOE (2020). Esta última fue aprobada durante el estado de alarma, con un Parlamento amordazado y sin consultar a los afectados. Es cierto que los conservadores, siempre dados a ejercer de tontos útiles en esta como en otras cuestiones, apuntalaron el desastre como cooperadores necesarios, pero lejos están de ser los principales responsables de esta tragedia nacional.
Voces en el desierto como las de los profesores José Sánchez Tortosa, Gregorio Luri y Andreu Navarra han alertado, desde distintas perspectivas, sobre las consecuencias dramáticas de la nueva ley educativa para los alumnos de las familias más humildes, aquellos que nutren los colegios y los institutos públicos. A estos niños y adolescentes se les privará de una educación útil para defenderse de las trampas de la vida, una vez que abandonen las aulas con títulos devaluados que no les servirán para nada. Quedarán a merced de la ley de la oferta y la demanda y del Código Penal.
Es obsceno que los socialistas se presenten como los defensores de los hijos de las clases trabajadoras cuando son todo lo contrario: el PSOE, desde los gobiernos de Felipe González, ha sido el partido del Gran Dinero, el eje de este régimen en descomposición, la organización que garantiza la paz social apelando a unas engañosas siglas obreras mientras trabaja para los intereses de las élites de siempre.
“Las dos últimas ministras de Educación, pudiendo elegir la enseñanza pública para sus hijos, optaron por la privada. Por algo será”
Esta naturaleza bífida ayuda a entender lo que ha hecho con la educación pública. Su objetivo ha sido doble: por una parte, adoctrinar a las futuras generaciones con una indigesta papilla ideológica (desmemoria histórica, ceja feminista de Frida Kahlo, capitalismo gay, religión climática, etc.) para asegurarse un suelo electoral amplio; por otro lado, formar al ciberproletariado que el Gran Dinero le demanda para el mañana, las clases subalternas que trabajarán a las órdenes de hijos como los de la abuela Celaá y la ministra alegre. Las dos, pudiendo elegir la pública para sus hijos, optaron por la privada para su formación. Por algo será.
Duele asistir a la agonía de una educación pública a la que le debemos tanto. Nos duele a los que dimos la voz de alarma entre el silencio de nuestros compañeros. No movieron un dedo porque les da pánico salir del armario progresista. Nos quedamos solos denunciando el fin de la escuela pública entre la indiferencia general, como aquella Casandra que alertaba, en vano, de la caída inminente de Troya. Ni a ella ni a nosotros nos escucharon. Nos merecemos, por tanto, el país que nos espera, sin otro futuro que seguir exprimiendo las ubres del turismo, ese invento franquista. País de camareros, repartidores y peones de albañil, y pare usted de contar.