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MATERIAL FUNGIBLE

Esa fotografía en la que Felipe González sonríe y aprieta los dientes

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VALÈNCIA. Siempre estuvieron ahí. En lo alto de las estanterías, aguardando su tiempo, esperando regresar y ser abiertos, desempolvados, para inyectar su veneno de tinta en mentes desprevenidas. Con el tiempo, sus lomos se han tornado grises, descoloridos por la exposición continua de la luz. Inmóviles. Vestigios de un pasado que, en realidad, todos llevamos como fondo de armario. Como sustrato de la violencia y la crueldad de un tiempo que está a punto de ser exhumado. Porque todas las momias corren siempre el peligro de acabar saqueadas.

Muevo las cajas de un lado para otro. Las refuerzo con cinta americana y con precinto. Cuando las cargo al vuelo, se abren por abajo. Les doy otra vuelta de plástico y las sostengo al vuelo. Llegará el momento de romper esa protección y abrir, de nuevo, después de tantos años, los libros que me remiten a otro tiempo. A otra vida, prácticamente. La mía. La mía hace seis, siete, ocho años, cuando aún no sabía que habría de encerrar toda aquella biblioteca en diez cajas y marcharme a la espera de regresar algún día y ver los mismos libros y, sobre todo, quién sabe, de encontrarme a la misma persona que alguna vez los leyó, hace seis, siete, ocho años. 

Veo el proceso de deterioro de los libros, el papel amarillento, los lomos descoloridos, y pienso que acaso el carácter, en paralelo, se ha vuelto amargo por un proceso inevitable.

Abro la tapa de las cajas y escarbo entre los volúmenes. En mitad de la mudanza pienso en cómo los ordenaré en la estantería. Cuáles agruparé. Por editoriales, lo tengo claro. No por autores, ni mucho menos por géneros o épocas. Sigo la gama cromática como el que cree en el orden estético por encima del orden histórico.

Abro las cajas y me devuelven a otros años, porque en una mudanza transportamos nuestras reliquias, como supersticiones antiguas en las que depositamos nuestra fe, aunque de nada sirvan. Y yo sabía que en esas cajas contenía todo lo que no recordaba. Los lugares en que leí esos títulos. Los autobuses entrando y saliendo del área metropolitana. La emoción de los pasajes subrayados. La incógnita de ese destacado que en algún momento quise retener. Los autores que siempre se quedaron pendientes. Los proyecto de nuevo, los emplazo a un futuro más tranquilo, más placentero para poder leer esos libros que cargo conmigo en cajas que se abren un poco más en cada rellano, y que aún no he sido capaz de leer.

Guardo en esas cajas libros que dejaré en un banco de la calle a la espera de curiosos, vándalos o acumuladores. Los dejaré con esa sensación de angustia que cuaja en cada mudanza, cuando separamos la ropa, los zapatos, los objetos a cuya presencia nos habíamos acostumbrado como parte de nuestro ecosistema.

Cuando muevo libros, pienso en mi abuelo

En cada traslado, cuando muevo libros, pienso en mi abuelo. Porque guardo en esas cajas el Quijote firmado por él que le pedí. Con cariño, Antonio. Para que te acuerdes. Algo así escribió con letra gótica de estudiante de la posguerra. Le pedí que me regalara la misma edición que había leído él, un tomo de los años sesenta sin ningún tipo de valor. Y lo hice, ahora lo sé, para sellar de alguna manera un vínculo entre él y yo ante lo más sagrado de nuestras letras. Una especie de pacto o de herencia. Una suerte de reconocimiento entre mi abuelo y yo. 

Pensaba constantemente, y ahora lo recuerdo con algo de culpa, en cuánto lo iba a echar de menos cuando muriera. Solo ahora me atrevo a decirlo, pero cada vez que cerraba la puerta de su casa y bajaba de dos en dos las escaleras, corriendo hacia la calle, lo hacía como quien huye de una idea y de una posibilidad funesta que llegó poco tiempo después, un verano en el que la muerte, su muerte, nos encontró a 9.000 kilómetros de distancia. 

Los libros fueron nuestro regalo permanente. Un regalo que nada tenía que ver con la ascendencia de él sobre mí, o al revés. Nada tenía que ver con esa pretensión de ciertos padres, de ciertos abuelos o de ciertas familias de decirles a las generaciones sucesivas las lecturas que son inexcusables. 

Junto a la enciclopedia completa, guardaba las colecciones posfranquistas de Vicente Blasco Ibáñez. Hablaba siempre de La araña negra y de La catedral, pero a mí me impactaban las ilustraciones de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Tenía los tomos de José María Gironella sobre la guerra civil. Los cipreses creen en Dios. Un millón de muertos. Ha estallado la paz. Novelas baratas, cuyas páginas se soltaban al abrirlas. Ensayos divulgativos y libros de actualidad política de los años noventa. Cuadernos de matemáticas y de contabilidad de un hermano suyo que se marchó a Badajoz, al otro extremo del mundo, y al que vio por última vez treinta años antes de morir. Como parte de nuestra literatura, una vez me enseñó las últimas cartas que se remitieron con frases hechas y fórmulas de cortesía que, en el fondo, escondían un resentimiento mutuo cuyo origen jamás llegué a descubrir. 

Abro las cajas y sobresale alguno de sus libros. Una colección pequeñita con la biografía del general Rommel, el zorro del desierto, editada por el Círculo de Amigos de la Historia a finales de los sesenta. Cárcel de mujeres, de Harry Sinclair Lewis. Y los cuarenta ladrones, de Fernando Vizcaíno Casas, con una fotografía de portada en la que Felipe González sonríe y aprieta los dientes. 

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