VALÈNCIA (EFE/Javier López). La designación del diestro Vicente Barrera (Vox) como vicepresidente y consejero de Cultura del futuro Gobierno valenciano vuelve a unir a dos mundos, tauromaquia y política, cuya relación no es del todo actual, pues ya a principio del siglo XX hubo toreros como Luis Mazzantini que decidieron dar el salto a las instituciones después de colgar el traje de luces.
El histórico espada nacido Elgóibar (Gipuzkoa) en 1856 y de ascendencia italiana, fue uno de los más importantes del finales del siglo XIX, rival en el ruedo de los célebres Guerrita, Lagartijo y Frascuelo, reconocido gran estoqueador y un hombre también de una notoria formación académica y cultural que le hizo codearse con la alta sociedad española de la época.
Apodado como 'el señorito loco' porque no entendían la necesidad que un joven que no provenía de una clase social baja y no había pasado el calvario del hambre y la necesidad se dedicara a ser torero, Mazzantini se retiró de los ruedos en 1905, justo después de morir su esposa, y un año más tarde dio el salto a la política.
Fue como concejal del Ayuntamiento de Madrid por el distrito de Chamberí, aunque también llego a ser teniente de alcalde y miembro de la Diputación Provincial, cargos que ocupó hasta que en 1919 fue nombrado gobernador civil de la provincia de Guadalajara y un año después de la provincia de Ávila.
El caso de Mazzantini no es el único en el que toros y política se dieron la mano en aquellos primeros años del siglo pasado.
Otro ejemplo lo representa Melchor Rodríguez García, conocido como "el ángel rojo", una figura clave en el Madrid republicano de la Guerra Civil, que, como delegado de prisiones de la ciudad, se jugó la vida para detener las sacas de presos que se estaban haciendo en las cárceles de la capital, la gran mayoría contrarios a su marcada ideología de izquierdas.
"Se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas", era una frase de Rodríguez que él mismo se aplicó a fondo y llevó hasta las últimas consecuencias.
Sevillano de nacimiento, sindicalista y anarquista de corazón, e inquilino de muchas cárceles, Rodríguez fue también el último y fugaz alcalde republicano de Madrid, cargo que solo ejerció el 28 de marzo de 1939 y desde el que le cupo la tarea de entregar la ciudad a los vencedores de la contienda.
Pero antes de todas estas andanzas, por las que el pasado 15 de mayo el Ayuntamiento de Madrid le entregó a título póstumo una de sus medallas de oro, intentó labrarse su camino como torero, salvoconducto para huir del hambre y la pobreza.