CASTELLÓ. Lunes, 28 de abril: un día cualquiera que abre una nueva semana de primavera. Las alarmas suenan deseando ser apagadas, las cocinas se impregnan con el aroma del café y las calles se llenan de personas que, entre bostezos, posponen la alarma con ese clásico “cinco minutos más y me levanto”.
La mañana transcurre con la rutina de siempre con las mismas personas desayunando en el bar de la esquina, los mismos pasos apurados hacia el trabajo… Son las 12:00 y el reloj de la Puerta del Sol marca la hora con su repique habitual, sin que nadie pudiera imaginar que, media hora después, todo cambiaría.
A las 12:30, el ambiente se inunda de desconcierto con las luces apagadas, los ordenadores sin funcionar, la radio enmudecida y unos murmullos cesantes. La confusión se dibuja en los rostros. Nadie entiende qué está ocurriendo. Los mensajes de “cariño, en un rato voy a casa a comer” y las llamadas preguntando “¿a qué hora vuelves?” se ven interrumpidos por un apagón que transforma un lunes cualquiera en un día caótico.
Trabajadores abandonan sus comercios buscando respuestas. Las conversaciones crecen en volumen y ansiedad. El miedo se apodera de las calles cuando aparece el primer titular: “Apagón en todo el país: España se queda sin corriente eléctrica”. Los instintos primarios se activan. Las personas corren a los supermercados en busca de agua y alimentos básicos, como si el apagón marcara el inicio de una catástrofe mayor. Los locales comienzan a cerrar. Los colegios adelantan la salida de los alumnos. Las calles, esta vez, se llenan de gente deseando volver a casa.
Es mediodía, pero las cocinas no funcionan. Los trenes han dejado de circular. Equipos de emergencia y seguridad trabajan a contrarreloj: rescatan a personas atrapadas en ascensores, ayudan a mayores a volver a sus hogares, y enfrentan un tráfico totalmente desbordado. Cinco horas después, sigue sin haber respuestas. Tampoco hay tranquilidad. La vida parece haberse detenido.
Entonces, a las 17:30, suenan de nuevo las campanas. Y con ellas, un destello de esperanza: las luces se encienden, los móviles se reconectan, y la normalidad comienza, tímidamente, a regresar. Pero como en todo buen relato, el conflicto aún no termina. Muchas ciudades siguen a oscuras, las calles están desiertas y muchas personas no han logrado contactar con sus seres queridos. Periódicos y medios informativos intentan mantener la esperanza, pero el desconcierto persiste.
La noche cae más oscura que nunca. Sin saber qué ha pasado, miles se encierran en sus casas como si vivieran una cuarentena invisible. Otros, sin poder volver, duermen en estaciones de tren. Las velas iluminan los hogares, como en tiempos antiguos. Y por un momento, el país olvida que vive en el siglo XXI… para recordar el XVIII.