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 El diccionario de Berlanga

Un emperador desde la lejanía

  • Berlanga, con Elvira Quintillá y Fernando Fernán-Gómez, en el rodaje de 'Esa pareja feliz'
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VALÈNCIA.- A estas alturas del año en el que se homenajea a Luis García Berlanga es sabido que el cineasta era irreverente, descarado y burlón. Sus rodajes eran tan accidentados como brillantes. O lo que es lo mismo, había método en su caos. Podía detestar la dirección de actrices y actores porque prefería dejarla a la espontaneidad. En cambio, no dejaba ni un cabo suelto en sus planos secuencia, pues era consciente de que se jugaba mucho en ellos y que, para que resultasen armonizados, requerían de rigor en la dirección.

También era «un poco fallero, y un poco valenciano, y un poco puñetero», como aseguraba José Sacristán en una entrevista sobre el rodaje de La vaquilla (1985) para la revista El Cultural. Y un poco fetichista. El cineasta obsesiones tenía varias. Desde el pavor a la muerte pasando por los travellings o la pólvora. 

Ese gran arraigo y valencianismo se tradujo en que intentase hacer estallar su propia mascletà a la mínima que el guion lo permitiese. Ejemplo de ello, la escena final de Esa pareja feliz (1953), cargada de simbolismo y de traca; o Calabuch (1956), ese viejecito científico americano amante de la pirotécnia que aparece en un pueblo del Mediterráneo. Los fuegos artificiales quizás puedan pasar desapercibidos para quien ni por cinéfilo ni por valenciano cae en esos detalles de ambiente. Son, al fin y al cabo, una manía más camuflable y festiva.

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