Nadie puede verse libre de esa intranquilidad que se genera y se padece por sabernos ante un futuro incierto. Y la culpa no puede ser atribuida a quienes han emitido su voto según sus intereses y su buen entender. La incertidumbre ha venido dada y se expande día a día cual neblina impulsada por la actividad de quienes confunden la discreción con la ocultación, la negociación política con la chalanería que siempre hace valer el artificio sobre la claridad y la astucia sobre la palabra dada. Y este proceder tiene una especial importancia cuando se pone en duda el valor de nuestra democracia o se nos dice que es razonable bendecir como necesaria una amnistía que reduciría nuestra democracia a un puro fraude, aunque haya sido reconocida como tal por sociedades ubicadas en los cuatro puntos cardinales.
Días hubo en los que se nos prometió en plazas y salones que habría luz y taquígrafos. ¿Quién no asumió la conveniencia para nuestra sociedad de esa trasparencia en las negociaciones cuando comenzaba a deslizarse por los escabrosos territorios de la opinión y de las falacias que “todo era posible en derecho” o que lo no prohibido por la Constitución ya tiene una garantía de su constitucionalidad? Pero, contraviniendo lo prometido por unos y lo deseado por los más, han sido cada día más más amplios los espacios de oscuridad, de silencio y ocultación. El día a día de la comunicación evidencia que solo se retransmiten los aplausos enfervorizados, sonrisas y abrazos, sosegadas visitas y complacientes comparecencias cuando han sido exigidas por alguna de las partes en litigio que busca trocar unas afectadas muestras de cercanía de representantes del poder en momentos de autojustificación social y política ante los ciudadanos. Nada en ese fingido escenario proyecta luz sobre la razón que ha llevado a reconocer como necesaria una amnistía de quien fue declarado prófugo y cuya entrega hemos urgido antes las instituciones europeas.
Más aún; he llegado a leer un escrito en el que una teórica de la política nos trasladaba una necesidad del gobernante para poder ejercer como tal: ha de romper con lo prometido a los ciudadanos. El acontecer obliga a esas rupturas y violenta el simple orden de lo dicho, de lo prometido por unos, esperado por otros y temido por algunos. De antiguo nos llegan las advertencias acerca de la ocultación generada por nuestras formas de decir; la insistencia con que hemos sido advertidos sobre este tema ha rayado en la reiteración. Más aún, se nos ha puesto en negro sobre blanco muchas de las cosas que hacemos con palabras y con silencios. Las palabras que se nos dirigen adquieren la forma de lemas que integran una campaña y que están organizadas para producir un fin concreto que solo tiene que ver con los intereses de quien genera el mensaje y selecciona la forma y el medio para darlo a conocer.
Debemos estar advertidos ante quienes dicen informarnos cuando hacen de las hipérboles un recurso cotidiano en sus comparecencias; no buscan ilustrarnos para que se favorezca el análisis de un problema, de una situación. Solo persiguen asimilarnos o desmovilizarnos para que no estorbemos. Y está quedando claro que hasta los más próximos pueden estorbar, como se mostrado con el trato dado a Redondo, y deben ser expulsados para honrar las siglas que otros han arrastrado por el barro al forjar acuerdos y olvidar que “debemos defender la ley como los muros de la ciudad”. Lema defendido cuando solo la muralla ofrecía protección frente a migraciones sin cuento.
En este clima de incertidumbre, cuando no esperamos que las negociaciones sean expuestas y razonadas y cuando lo que se asocia a los discursos es su capacidad de convencer a unos y de refutar a otros, aunque sea preciso poner en boca del otro tesis que no ha defendido y el valor del que se nos convence sea un puro fraude para unos y una excelencia para otros, solo podemos proceder con la mayor de las cautelas, como quien “camina solo y en la oscuridad”. A lo único que no debemos renunciar es a la tarea de “conducirnos” y, por tanto, a mantener activas todas las posibles alertas para evitar la ocultación de cuanto solo sirve al poder y no al colectivo social. Lo inevitable para unos en su búsqueda de poder ha pasado a ser preciso para que otros conserven su poder; de resultas, aparece como imprescindible lo que no lo es: una amnistía. En todo este proceso nadie ha modificado la opinión que le llevó a violentar la ley. Toda esperanza de que esta medida contribuirá a mantener el orden constitucional en los días futuros parece pura ensoñación; al recuperar la vigilia volvemos a percibir el “lo volveremos a hacer”. Y así, un cierto pesar cataliza con la incertidumbre en que vivimos.