EL MURO / OPINIÓN

Cruel memoria

30/10/2022 - 

Durante varios días a través de televisiones, radios y diarios hemos estado viendo innumerables imágenes y narraciones de la catástrofe que se produjo el 20 de octubre de 1982 tras el derrumbe de la antigua presa de Tous. Han sido días completos de aterradoras secuencias y de rememorar el sufrimiento que padecieron muchas poblaciones de La Ribera del Xúquer, entre ellos ocho fallecidos y cien mil personas evacuadas.

Han pasado ya varias generaciones, pero también he entendido a la perfección porqué algunos de los entrevistados estos días terminaban emocionándose de nuevo al recordar el suceso, para no llamarle efeméride ya que no es tal, como algunos entendemos el significado del término.

Contaré algo que desde hace años he guardado y no he narrado ni siquiera a mis más próximos, una juventud que, salvo la guerra de Ucrania o la crisis de la pandemia, ha vivido hasta ahora en un mundo idílico, fácil, maravilloso y de abundancia. He preferido guardarlo quizás para poder olvidar aquella experiencia que marcó la vida de muchos de nosotros, siendo como éramos tan jóvenes. Apenas veinteañeros con ganas de comernos el mundo.

Por aquellos años, formaba parte del colectivo de voluntarios de Cruz Roja que realizaba sencillos trabajos de cooperación o ayuda social. Unos días después de la rotura de la presa, pero ya todos nosotros en estado de alerta, convocaron a los voluntarios jóvenes y seniors a una reunión para encargarnos misiones en torno a las poblaciones afectadas. Los coches ya podían llegar hasta los límites, aunque no sin dificultades, pero menos graves o peligrosas que los primeros días del desastre. A cada uno, o a cada cuadrilla, nos fueron encargando una misión. A mi grupo le tocó buscar “desaparecidos” en Alzira o incomunicados. Así que, vestidos con botas militares y pantalones de camuflaje -usábamos ropa usada del Ejercito- nos fueron entregando listas de nombres con las direcciones de sus residencias. Hay que comprender que nada funcionaba con normalidad ni existía tecnología y muchos familiares llamaban a Cruz Roja preguntando cómo poder contactar con sus familiares. Nuestra misión consistía en ir de casa en casa para saber el estado personal y las necesidades en aquellos momentos tan complicados para luego reportarlos y que sus familias pudieran dormir más tranquilas.

Nos metieron en jeeps. Y allí que salimos. Tal y como íbamos avanzando, con un cielo todavía gris y apocalíptico y utilizando carreteras alternativas, comenzamos a entrar en las zonas afectadas. Según avanzábamos el paisaje se hacía más desolador. Olía a muerte y devastación. Un olor fétido que no se olvida y entraba hasta el cerebro. En los campos anegados flotaban los cadáveres de todo tipo de animales. Fue por ello que comenzamos a conocer una realidad que jamás imaginamos porque hasta ese momento todo los que habíamos visto había sido por televisión y nos parecía una especie de película, sí una inundación fílmica. Ninguno de nosotros había vivido la Riada del 57, con los cual no poseíamos referencia catastrófica de tal magnitud, salvo las “vividas” en la ficción. Enfrentarse a la realidad era algo muy distinto, algo que no cabía en la cabeza.

Cuando llegamos a nuestro destino nos repartieron por barrios. Teníamos que caminar con el agua a veces hasta la rodilla pegados a las paredes de las viviendas para evitar caer por una cloaca. Fue terrible física y mentalmente, pero gratificante cuando apuntabas en tu lista un nombre localizado. Había que ver sus caras, su tristeza, sus demandas y necesidad de hablar con un extraño.

Cerca del antiguo Ateneo, la Fuente del Labrador estaba cubierta de barro. No se veía el suelo. El olor era insoportable. Todo estaba en silencio. Así durante horas y más horas.

Cuando cumplimos con la “misión”, por suerte sin apenas desgracias personales pero sí materiales, y regresamos a casa ya de noche ninguno de nosotros habló durante el viaje de vuelta. Estábamos impactados. Quedamos todos muy tocados con apenas 20 años. Desde entonces entiendo mejor los dramas y las desgracias que las televisiones y algunos medios nos ofrecen de las tragedias “naturales”, a veces con tanta frivolidad. Esas desgracias que en un tiempo muy rápido la mayoría de la sociedad olvida porque en el fondo no va con ellos. Otros simplemente prometen ayudas económicas y creen que con eso y el paso del tiempo todo se arreglará.

Recordar o revivir las imágenes cuarenta años después ha sido un choque brutal en mi cerebro. Hemos visto después desde la distancia otras desgracias en el Segura, la Marina y hasta nos animaban a disfrutar del paisaje de La Palma o incluso nos sugerían turismo por una zona que dejaba de ser de confort para sus habitantes. Por no hacerlo de otros tristes hechos alrededor del mundo que se convierten muchas veces en una noticia breve o un flash pasajero. Ya no hablamos de ellos.

De hecho, estos días leía que el ICO aún reclama judicialmente después de 40 años a muchas de las víctimas de la tragedia la devolución de los préstamos que se concedieron como “ayudas”. Personas que son hoy jubilados y pensionistas, viudas, ya han fallecido y tuvieron que rehacer sus vidas desde la nada o levantar hasta nuevas poblaciones; unos daños que fueron valorados en 300 millones de euros.

Por ello, quizás, entienda a las víctimas de esas desgracias que hoy frivolizamos y banalizamos a través de secuencias o convertimos en una simple efeméride que se revive con un par de telediarios. Y después, a otra cosa.

Qué cruel puede llegar a ser la memoria. Qué olvidadizos podemos llegar a ser muchos de nosotros.