Black Friday, Ciber Monday y la Navidad a la vuelta de la esquina. Campañas comerciales que buscan incentivar el consumo y nos invitan a las compras compulsivas.
Al contrario de lo que se creía tradicionalmente la decisión de compra se toma de forma irracional, son nuestros instintos más básicos los que nos hacen decantarnos. Expertos de Harvard demostraron que el 95% de las decisiones de compra son inconscientes, aunque luego las justifiquemos con argumentos racionales.
De ahí que las marcas trabajen el neuromarketing para comprender mejor el comportamiento de sus clientes. Se trata de saber cómo reacciona el cerebro ante cualquier estímulo publicitario para atraer su atención y conseguir más ventas.
Las técnicas de neurociencia ayudan a generar emociones y mejores experiencias en el cliente mediante el uso de intangibles, desde crear un envoltorio más atractivo a identificar a la marca con canciones u olores para que despierten emociones positivas en el consumidor.
En este mundo, la dopamina es la reina. Es la hormona del placer que regula nuestro estado de ánimo. Es un neurotransmisor que induce a nuestro cerebro a la repetición de conductas satisfactorias y está implicado en el proceso de toma de decisiones y nos empuja a buscar recompensas.
En el ámbito político, como nuevos discípulos del marketing, también quieren aprovechar estas estrategias para venderse mejor a través de la persuasión, ya que están viendo que la emoción y no el argumento es la mejor clave del éxito.
Porque en la decisión de voto pasa algo similar, aunque nos creamos racionales e imparciales en nuestros posicionamientos políticos, somos animales políticos emocionales. Pensamos lo que sentimos.
Nuestra realidad es la que percibimos con el filtro de nuestro sistema de creencias. Unas creencias que reforzamos cuando alguien nos sugiere que estamos equivocados. En vez de ponerlas en duda nos sentimos inmunes al error y tendemos a pensar que son el resto los que están equivocados.
En estos tiempos donde todo es inmediato se complica más la gestión de las emociones y como dice Gutiérrez-Rubí, los estados de ánimo se han convertido en estados de opinión.
La impulsividad y la urgencia contrasta con la falta de reflexión y el análisis de los datos que han quedado relegados por la dictadura de los likes. Con la sobreexposición a las redes sociales entregamos, en gran medida, el control de nuestras vidas, pero también recibimos nuestra “compensación”: conocer y cotillear la vida de los demás, proyectar nuestro ideal mediante imágenes llenas de filtros, y opinar y juzgar, aquí sí, sin filtros… dopamina en vena.
En está búsqueda de emociones nos estamos dejando por el camino nuestra privacidad, la entrega al metaverso tiene riesgos, las jerarquías y el control parece que cambian de manos. El Brain Data van almacenando información para comprender cómo funciona nuestro cerebro, predecir y cambiar el comportamiento de las personas.
Al final los algoritmos nos conocerán mejor que nosotros mismos, y nos entregaremos a su buen criterio porque serán capaces de ofrecernos las decisiones más satisfactorias a tan solo un clic. Se convertirán en nuestros mejores sherpas en el proceso de tomar decisiones. Un hecho que agradecerá nuestro cerebro en su función natural para ahorrar energía y no malgastarla en acciones innecesarias.
De momento, los algoritmos ya nos invitan a realizar compras compulsivas y a vivir en un estado de celeridad vital. La cuestión es quien tendrá el control de estos datos, y si se podrá aplicar en otros ámbitos como el político. Si los algoritmos serán capaces de cruzar datos y darnos la opción más satisfactoria en un mundo tan complejo y lleno de contradicciones. Y a diferencia de las compras, si con tu voto no estás satisfecho, no lo puedes devolver.