VALÈNCIA. Santiago Grisolía García nació el 6 de enero de 1923 en València, en el Paseo de la Alameda. Con 10 años, la familia se trasladó a Cuenca donde les sorprendió la Guerra Civil. Su padre era director del Banco Banesto, de ahí sus continuos cambios de residencia familiares: Denia, Xàtiva, Almería, Lorca, Cuenca, Madrid y, finalmente de nuevo, València.
Con 13 años terminó el bachillerato y su madre pensó que sería buena idea estudiar Medicina y se quitara de la cabeza la idea de ser Marino de guerra. Durante la contienda como ayudante en el hospital de la FAI de Cuenca, aplicó anestesias, se familiarizó con las vendas, el agua oxigenada y el permanganato más que en el resto de su vida ya que nunca se dedicó a la medicina de atención al paciente.
En 1939 deja Cuenca para estudiar Medicina en Madrid, recién terminada la Guerra Civil. Y en 1941, vuelven a trasladar a su padre a Valencia lo que determina que tenga que terminar sus clases de Medicina en la Facultad de València.
Una de las personas que ejerció una influencia especial por su papel fundamental como investigador fue José García Blanco, catedrático de Fisiología, quien le adoptó como uno de sus discípulos en la facultad valenciana y le empujó hacia su vocación de investigador. Entre 1941 y 1944 acabó la carrera en València con matrícula de honor y sacó por oposición la plaza de interno en bioquímica.
El profesor García Blanco le planteó la posibilidad de viajar a Estados Unidos. Sus conversaciones influyeron decisivamente en el joven investigador. De hecho, este profesor fue quien les hablaba sobre los Premios Nobel y todo lo que rodea a estos prestigiosos premios científicos y así fue cómo conoció el trabajo de otra de las personas que más influyeron en su trayectoria: Severo Ochoa, 18 años mayor que Grisolía y con quien le unió una amistad más allá de lo laboral.
En 1945, gracias a una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores para estudiar en el extranjero, pudo hacer las maletas y se embarcó en el primer gran viaje de su vida: América. En el barco de ida, que duraba casi un mes, conoció, entre otros, al torero Manolete, lo que le causó una honda impresión.
Nueva York
Al llegar a Nueva York, conoce el 2 de enero de 1946 a Severo Ochoa. Comenzó una amistad que duraría hasta la muerte del Premio Nobel español en 1993.
Ochoa trabajaba en un rincón de un humilde laboratorio en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York. Bajo la tutela de Ochoa había también dos investigadores americanos, uno de ellos, Arthur Kornberg, quien después recibiría en 1959 el Premio Nobel y formaría parte del jurado de los Premios Rei Jaume I. Su hijo Roger Kornberg, también Premio Nobel preside desde hace algunos años el jurado de Investigación Básica de los Premios.
Con la misma ilusión que en el laboratorio del profesor García Blanco en Valencia, Santiago Grisolía se inició en 1946 en el mundo de la enzimología, que le sedujo rápidamente. Su estancia en Nueva York le permitió conocer a una variada galería de personajes, del mundo científico o de la pintura, como Salvador Dalí. El inefable Dalí selló su amistad con Grisolía a raíz del dibujo que éste hizo para la Sociedad Española de Bioquímica y años después, fue el autor del simbólico cuadro de la doble hélice del ácido desoxirribonucleico (ADN) para el seminario internacional sobre el genoma que se celebró en Valencia en octubre de 1988.
Todas estas amistades se dieron en el ambiente que había por aquellos años en torno a la Casa Internacional de Nueva York. En el Rockefeller Center le presentaron a Jordi Folch Pi, el primer profesor de Neuroquímica que hubo en la Universidad de Harvard, considerado como otro de los bioquímicos españoles que, junto a él, Ochoa, Oró y Grande Covián dejaron huella en Estados Unidos.
Su estancia en Nueva York junto a Severo Ochoa le permitió participar en varios trabajos con el después Premio Nobel español como el de la fijación de dióxido de Carbono (CO2) en el ácido isocítrico. Sin embargo, y a pesar de su colaboración con la Universidad de Nueva York, Grisolía tenía puesta la cabeza en otro campo de investigación: las nuevas tecnologías sobre marcadores isotópicos sobre la que apenas se realizaban ensayos en unos cuantos centros universitarios en Harvard, Yale, Baltimore, San Luis y Chicago. Consciente de la inquietud de su discípulo por trabajar en ese campo, el propio Ochoa le impulsó a trasladarse a la Universidad de Chicago, donde el carbono 14 era un descubrimiento reciente. Por ello, ayudó a Grisolía a ir allí.
Chicago
Cuando Grisolía llegó a Chicago, el personaje más famoso ya no era Al Capone sino un Premio Nobel de origen italiano, físico, que logró construir el primer reactor nuclear, Enrico Fermi. Chicago, en la época de los 40 era la primera Universidad en Estados Unidos por los importantes descubrimientos que llevaba a cabo. Y Grisolía era uno de los pocos españoles que estaban allí y en una época en la que España no estaba muy bien vista. Pero Grisolía, tal y como le propuso Severo Ochoa, se integró en el equipo de investigadores liderado por el profesor Earl Evans, del que formaba parte la doctora Birgit Venessland con la que consiguió demostrar, por primera vez y utilizando el carbono 14, la fijación del dióxido de carbono (CO2) en animales. La experiencia fue publicada en el Journal of Biological Chemistry. Fue el primer trabajo del investigador valenciano que tuvo una gran resonancia en Estados Unidos.
Tras ese éxito, Ochoa le sugirió que se trasladara a la Universidad de Wisconsin en Madison, famosa en la época por su buena salud económica, que le permitía destinar fondos a la investigación y que poseía una de las dos únicas máquinas ultracentrífugas que existían en el mundo. La otra estaba en Upsala, Suecia.
Wisconsin
Madison significó el principio de una nueva vida para Santiago Grisolía. Allí se gestaron los trabajos de investigación que le llevaron en pocos años a convertirse en una figura científica en el primer plano internacional y ocurrieron los acontecimientos que marcaron su vida personal. El laboratorio le dio la oportunidad de conocer a la mujer de su vida y las claves de algunos procesos metabólicos cuyo hallazgo le valió el reconocimiento como uno de los precursores de esa rama de la ciencia llamada Enzimología y que se encarga de estudiar la naturaleza y el comportamiento de las proteínas que catalizan las reacciones del organismo.
En los seis años siguientes Grisolía trabajó en el campo de las reacciones enzimáticas de la urea, una de las sustancias fundamentales que componen la orina, e hizo aportaciones fundamentales para el conocimiento de su biosíntesis.
El bioquímico alemán Hans Adolf Krebs había sentado las bases en 1932 del ciclo de la urea, lo que le dio el Premio Nobel a pesar de que, como él mismo reconoció, faltaban muchas piezas del rompecabezas, entre ellas, la existencia de un compuesto intermediario que ejercía un papel decisivo en todo el proceso.
En un intervalo de apenas dos meses, Grisolía logró las claves que publicó y, durante años, fue añadiendo información a sus hallazgos hasta llegar a completar el esquema del ciclo de la urea y, sus trabajos, obligaron incluso a revisar y modificar en 1948 los postulados por el Nobel Krebs.
Las aportaciones del investigador valenciano no solo sirvieron para revelar aspectos clave del ciclo de la urea. De sus experimentos nacieron técnicas fundamentales para la biología, ya que con la biosíntesis de la citrulina se demostró por primera vez, que el ATP podía emplearse directamente para sintetizar otro aminoácido. El cúmulo de contribuciones fundamentales para la bioquímica por parte de Santiago Grisolía durante su etapa en la Universidad de Wisconsin entre 1947 y 1954 marcó el principio de sus reconocimientos internacionales.
En esos años conoció en el laboratorio a la que sería su esposa, la profesora asistente de la facultad de Medicina en Madison, y de la que terminó enamorándose: Frances Thompson. En 1949 se casaron y le dio tiempo para acabar su tesis doctoral que leyó en Madrid en 1949. Su intención era quedarse en España, pero su profesor en Madrid le recomendó que se volviera a América ya que no había muchas posibilidades de que lograra una cátedra en España, con lo que se volvió de nuevo a Estados Unidos, esta vez ya, con solo un billete de ida en un viaje para no volver.
En sus primeros años de casado, Santiago Grisolía practicó una de sus grandes pasiones deportivas: el tiro con arco. Llegó incluso a salir a cazar ciervos en una expedición, pero no le gustó y no disparó ni una sola vez. En la casa de Madison en la que vivían, solo tenían al principio una cama, porque apenas tenían dinero. No fueron años fáciles para los Grisolía, pero el nacimiento de sus hijos, James y William ayudó a superar esos momentos de incertidumbre que se superaron cuando su padre se convirtió en un famoso investigador en Estados Unidos y esta labor le hizo merecer tanto el reconocimiento como la amistad de numerosos científicos y premios Nobel. En los siete años en los que estuvo en Wisconsin, Grisolía asentó el vínculo con el mundo de los premios Nobel que ha mantenido hasta la actualidad.
En 1954, investigaba en el campo de la bioquímica cardíaca cuando le llamaron de la Universidad de Kansas para que trabajara como enzimólogo en un laboratorio independiente con fondos privados, algo bastante común en USA.
Santiago Grisolía y Frances, su esposa, decidieron aceptar. Para él era un paso importante en su carrera y, además, los inviernos eran menos duros. Le nombraron profesor asociado y director del laboratorio, un cargo con mejor sueldo.
Si sus etapas en Nueva York y Chicago revelaron su potencial como investigador y la de Madison le acreditó mundialmente, la experiencia en Kansas le consagró definitivamente como una de las máximas autoridades internacionales de la bioquímica.
Una de las sorpresas que se llevó en Kansas fue la de llegar a conocer personalmente al presidente americano Harry Truman. Fue en la cena de creación de su instituto médico cuando apareció por la puerta el presidente americano con su mujer, quienes le abordaron directamente y le felicitaron por la puesta en marcha del nuevo centro de investigación médica que iba a dirigir.
Entre 1954 y 1976 abrió nuevas líneas de investigación que no solo tuvieron importancia desde el punto de vista de su contribución a la bioquímica, sino que, además, más tarde servirían para que en España se abordaran estudios pioneros en esta rama de la ciencia ya que abrió un canal de intercambio que sirvió para que numerosos españoles viajaran a Kansas a investigar. Gracias a su actividad en aquella universidad se abrió un cauce de colaboración que sirvió para que más de una treintena de españoles completara su formación en Kansas y luego regresara a España con unos conocimientos difíciles de obtener en las universidades españolas.
Grisolia intentó regresar a España en varias ocasiones, pero no fue posible. En su intento por impulsar la actividad científica en España participaron otros científicos españoles del momento: Severo Ochoa, Francisco Grande Covián y Juan Oró, quienes junto con Grisolía, eran los cuatro científicos españoles que trabajaban en el extranjero y contaban con el respaldo del entonces ministro de educación, Villar Palasí. Pero Grisolia apenas consiguió apoyos en aquellos años para fundar un instituto de investigación en Valencia. Volvió a Estados Unidos convencido de que nunca regresaría a España. Era los últimos años del franquismo y los cuatro científicos realizaron un papel por la bioquímica española como nunca y asumieron la tarea de promover iniciativas que impulsaran la investigación española. Formaron un equipo compacto que compartía las mismas inquietudes.
Tras este amargo regreso a Estados Unidos, dos actos de homenaje en Valencia, en 1973, le hicieron ver que no todo estaba perdido en su vuelta a España. Por un lado, fue investido doctor honoris causa por la Universidad de València y, además, le nombraron “Coloso de Valencia”, así que, decidió organizar en Valencia una reunión científica internacional sobre el metabolismo de la urea, que trajo a la ciudad, en 1976, a casi todos los científicos mundiales que de una forma u otra habían contribuido al conocimiento del ciclo de la urea. Con esta reunión se consiguió la primera gran cumbre científica mundial organizada por Santiago Grisolía en Valencia. Una de las sesiones se celebró en el recién creado Instituto de Investigaciones Citológicas de Valencia que dirigía Jerónimo Forteza. Pero, la muerte pocos meses después de su amigo Forteza dejó en el aire el futuro del Instituto, creado bajo la tutela de la Caja de Ahorros de Valencia. Grisolía fue propuesto para dirigir este Instituto. Tras meditarlo con su esposa Francis y sus hijos James y William, puesto que esto lo cambiaba todo, lo volvió a consultar con su amigo Severo Ochoa quien le dijo que no se fiara, pero cuando Grisolía le explicó que no era un instituto oficial, Ochoa la dio el visto bueno, aunque con reservas. No obstante, la desconfianza de Grisolía era grande puesto que solo pidió un año de excedencia en la Universidad de Kansas. Era 1977 y ya no regresó a Estados Unidos.
El instituto, “el Citológico” como se le conocía, no había terminado de arrancar cuando Grisolía vino a Valencia en 1977, pero, a pesar de ello, como nuevo director optó por reestructurarlo y orientarlo hacia la bioquímica y la biología molecular. Y en los 15 años en los que fue su director, el centro heredó una buena parte de las líneas de investigación pioneras que él abrió décadas antes en la Universidad de Kansas.
La labor de Grisolía se hizo notar y, a principios de los años 80 ya era uno de los principales centros españoles en su ámbito de investigación. Destacó sobre todo en áreas como las relacionadas con las bases moleculares de la patología hepática, las bases moleculares del envejecimiento, los efectos del alcohol en el ser humano, los mecanismos de recambio y transporte de proteínas, etc. Así hasta convertirse en una de las referencias internacionales fundamentales.
El índice de impacto, según todos los informes de la época, llega a situar el Instituto de Investigaciones Citológicas por encima de la media de las universidades de Estados Unidos y supera claramente a muchas.
Los misterios de la doble hélice y el descubrimiento de la llamada “la esencia de la vida” es decir, los descubrimientos que permitieron descifrar la estructura de la doble hélice del ácido desoxirribonucleico (ADN) y las claves del código genético fascinaron a Santiago Grisolia quien siempre pensó que en esa estructura estaban las claves de la naturaleza humana. Aunque él a menudo niega ser genetista, siempre ha demostrado su inquietud por promover ideas, proyectos e iniciativas encaminadas a la búsqueda de lo que él mismo llama “el Santo Grial del hombre”: el genoma. Y toda esta fascinación se incrementó cuando su amigo Ochoa descubrió la enzima clave para descifrar el origen del código genético, lo que le valió el Nobel en 1959 y cuando James Watson descubrió la estructura de la doble hélice del ADN. Este símbolo siempre ha estado muy presente en su vida y hasta hizo colocar en un lugar bien visible de su despacho, el cuadro pintado por Salvador Dalí de esta hélice.
Grisolía, pensó que, pese a los descubrimientos relacionados con el ADN y nuestro código genético, faltaba todavía mucho por descubrir, ya que solo estaba cartografiada una mínima parte de los casi 20.000 genes que tenemos. Además, en esa época, los países más avanzados en investigaciones genéticas como Estados Unidos o Alemania no trabajaban de forma coordinada, e, incluso, eran competencia entre ellos. Por todo ello, podía tardar 30, 40 o 50 años hasta la secuenciación completa del genoma humano, por lo que hacía falta un proyecto común que unificara y coordinara internacionalmente esta ambición.
Y Grisolía puso en contacto a premios Nobel, científicos norteamericanos, y todos aquellos implicados directamente en el asunto, incluido James Watson y, con el apoyo de la UNESCO dirigida por Federico Mayor Zaragoza, se organizó en Valencia, entre los días 24 y 26 de octubre de 1988, la primera Conferencia Internacional para el Proyecto sobre el Genoma Humano, que presidió el entonces Rey Juan Carlos y que alcanzó una resonancia y repercusiones sin precedentes, ya que era la primera vez que más de 200 científicos de todo el mundo, encabezados por numerosos Premios Nobel, se reunían para discutir la puesta en marcha del proyecto más ambicioso de la historia de la biología: la elaboración del mapa completo del genoma humano.
Severo Ochoa y Santiago Grisolía regresaron a España en la década de los 70 porque consideraron que el retraso en su tierra de la ciencia era notable y había que recuperarla para ponerla a la altura del resto del mundo occidental.
El investigador valenciano siempre ha sabido que su vuelta a España no era tanto para seguir investigando como para fomentar la investigación, lo que se traducía en organizar y promover actos que lograran un eco en la opinión pública, para lo que la presencia de premios Nobel suponía un respaldo importante. Y así lo entendió siempre, coincidiendo tanto con Severo Ochoa como con Ramón y Cajal quienes opinaban que todo buen investigador debe ser un buen divulgador de la ciencia, porque si no tiene capacidad para difundir sus conocimientos sirve mucho menos a la causa.
El 11 de octubre de 1978, se creó la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados para “promover y potenciar el desarrollo del conocimiento científico y cultural en la Comunitat Valenciana”. La idea inicial de Vicente Iborra y Ramón Rodrigo, dos empresarios valencianos convencidos de la idea de aupar a la Ciencia y la Investigación en España, se plasmó en esta Fundación a la que acudían estudiantes de toda España y hacían noche en ella. Precisamente para que pudieran distraerse de sus obligaciones en esas largas tardes de invierno, Severo Ochoa les iba dejando sus libros, novelas y ensayos tanto en inglés como en español, que hoy forman la biblioteca personal del Nobel que exhibe la FVEA en una de sus estancias.
Con los años, se fueron incorporando nuevos patrocinadores y personalidades de la sociedad valenciana, todos unidos en la causa común de aunar en una sola institución el apoyo y el respaldo al fomento de la ciencia en la sociedad valenciana y española.
Desde esta perspectiva, la intensa actividad de Grisolía le lleva a un encuentro con el empresario Juan de Herrera, presidente de la empresa Petromed y allí surgió en Grisolía la idea de promover desde Valencia unos premios de investigación que se llamarían Premios Rey Jaime I. Era el año 1989. Y el presidente de Honor sería el rey Juan Carlos I quien aceptó esta presidencia y también sugirió el nombre de Premios Rei Jaume I ya que había conocido al profesor cuando vivía en Nueva York y los entonces Príncipes de España realizaron una visita a EE. UU.
El primer premio se dedicó a la Investigación, pero, posteriormente, fueron aumentando con otras modalidades, hasta llegar a las seis actuales: Investigación Básica (1989) Economía (1991), Investigación Médica (1993), protección del Medio Ambiente (1995), Nuevas Tecnologías (2000), Urbanismo, Paisaje y Sostenibilidad (2005 al 2010), Compromiso Social (2016) y Al Emprendedor (2010)
Con el objetivo de institucionalizar los premios, en 1996 la Generalitat Valenciana y la FVEA, crearon la FPRJI, desde el 2018 Fundación Premios Rei Jaume I. El patronato está presidido por el presidente de la Generalitat, el vicepresidente es el presidente de la FVEA y es secretario Sine Die, el profesor Santiago Grisolía
En estos 34 años de existencia se han premiado a un total de 170 científicos y emprendedores, más de 12 millones de euros en premios y más de 400 personalidades en sus jurados, entre los que destacan los 65 Premios Nobel que han venido a Valencia año tras año, hasta los miembros más distinguidos de las comunidades científicas y empresariales. Valencia es, durante unos días, el centro de la Ciencia: 23 Nobel de medicina, 18 de Economía, 8 de Física y 16 de Química han sido testigos clave de la evolución del trabajo científico más destacado realizado en España. Las 34 ediciones han traído a más de 1.000 jurados a nuestra ciudad, con más de 3.000 candidaturas y 16 empresarios benefactores que mantienen este sueño de un bioquímico dedicado a la enzimología que consiguió hacerlo realidad.
El acto de entrega de estos galardones se celebra en otoño en la Lonja de los Mercaderes de València cada año, presididos por el Rey.
El 13 de mayo de 2014, el Rey Juan Carlos decidió otorgarle el Marquesado de Grisolía, por su “prolongada y encomiable labor investigadora y docente y su contribución al conocimiento científico” y, además, es miembro de Honor de la Academia Galileana de Ciencias, Letras y Arte de Padua (Italia), de la Academia Europea de Ciencias y Artes, así como académico de honor de la Real Academia de Doctores de España y miembro fundador del Colegio Libre de Eméritos.
Ha publicado más de cuatrocientos trabajos científicos y ha impartido docencia en universidades de todo el mundo, en especial España y Estados Unidos. Entre los numerosos reconocimientos destaca el Premio Príncipe de Asturias de Investigación científica y técnica en 1990 y actualmente preside, entre otras instituciones, el Consell Valencià de Cultura (CVC) en València.