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Liberalmente / OPINIÓN

Déjenme avanzar en mi republicanismo

27/12/2024 - 

CASTELLÓ. Quien me conoce hace tiempo sabe que, de entre las muchas dudas que albergo en cuestión de ideas y valores, cosa que dicen ser propia de gente prudente, si no de simplemente ignorantes bienintencionados, tengo dos principales: los toros y la monarquía. Básicamente porque me parecen antiguallas para cómo somos, o queremos ser, actualmente.

Empezaré por la llamada ‘fiesta nacional’, que llevo más avanzada ya en la reflexión, y sobre la que puedo decir a fecha de hoy estar absolutamente convencido de que es un espectáculo carente de valores positivos que nos aporten algo. No niego la tradición, milenaria incluso, de la representación de la lucha del hombre contra la bestia, de la inteligencia contra la fuerza. Ni su traslación al arte de tantos modos como la tauromaquia se ha plasmado. No rechazo la historia ni pretendo hacer un absurdo revisionismo de las figuras del toreo a lo largo de los tiempos. Como tampoco reniego de una cultura alrededor del toro y de su mundo que ha sido, y es, patrimonio que cuidar por el simple hecho de ser nuestro y de quienes nos precedieron. Eran otros tiempos, otra sociedad humana y otro sistema de valores. Así lo veo.

Pero sí tengo claro que, sea como sea, no suma ya a nuestro desarrollo y evolución como comunidad la muerte violenta de un animal por la mano del hombre en una liturgia que encuentro cada vez más extraña, que pretende ignorar el sufrimiento de la bestia simplemente para favorecer el anhelo visual del espectadore, por muy de bella factura que resulte, cuando de por medio se cruza la muerte. Una muerte, creo, fundamentalmente gratuita. Simplemente por eso mi duda existe y es cada vez menor: no soy taurino ni entiendo en ese gusto a quien lo es. Pero tampoco pretendo que se prohíba algo que, estoy convenido, basta dejar al tiempo para que lo arregle.

La monarquía me inspira algo parecido, porque no encajo bien la anacronía que me sugiere una institución tan reñida con la evolución de los tiempos como aquella que encuentra su legitimidad última nada menos que en algún tipo de dios. Porque a un rey en una monarquía parlamentaria se le justifica en la voluntad expresada por un pueblo en un contexto constitucional, pero al rey en sí mismo y como tal solo se le ha legitimado tradicionalmente en la voluntad divina de entronizarlo, a él y a su estirpe. Y eso, qué quieren que les diga, me pilla ya muy mayor y resabiado como para asumirlo sin rechistar.

Así, y para empezar, esto de ostentar el cargo público más importante del Estado por derecho de sangre, por sucesión de padres a hijos, y máxime si es a hijos por encima de hijas, como que me chirría con la igualdad. El añadirle determinados privilegios que, desgraciadamente, se han demostrado a la primera como un obstáculo para otro de mis valores favoritos, el de la justicia, cuando se aplican mecanismos como el de la inmunidad, pues me desborda la taza.

Y claro que es de valorar el papel de la monarquía hace casi cincuenta años en la transformación de España en una democracia homologada. Como el jugado en momentos muy complicados de nuestro pasado más o menos actual, frente a intentonas golpistas o ante maniobras secesionistas. Porque con sus defectos, que en el caso de Juan Carlos I han sido, según supimos después, muchos y graves, la institución, hoy por hoy, ofrece un cierto sentido de Estado que es posiblemente el único frente a quienes nos fallan en lo de estar en hacer avanzar España de la manera más natural, que es la más eficaz, hacia un modelo de Jefatura del Estado distinto del que hoy tenemos, justamente por la convicción de no necesitar ya el que hoy contempla nuestra Constitución.

Si el mayor enemigo reciente de nuestra monarquía constitucional ha sido precisamente un rey, hoy emérito, del que hemos conocido actitudes anteriores desde luego nada ejemplares, algo exigible de quien ha de ser de todos, el mayor aliado de su continuidad es quien nos viene defraudando prácticamente a diario demostrándonos que llevamos muchos de esos casi cincuenta años desde que recuperamos la democracia equivocándonos al elegirlos cada cierto tiempo.

Y por esto mi segunda duda, sobre todo cuando, siempre después de Nochebuena, que no son esos momentos de otra cosa que la familia, me releo el último discurso del Rey, Felipe VI en este caso y en esta última década, y me sorprendo recayendo en mi vacilación ante quien, pese a sus siempre discutibles origen, causa y procedimiento de ocupar el cargo que ocupa, da sopas con honda a prácticamente todos aquellos a los que elegimos cada cierto tiempo para representarnos y gestionar la cosa pública, tocando las teclas justas.

Otro año que me quedo con las ganas. Salud y buen año.

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