VALÈNCIA. No hay historia magistral sin un final memorable, pero menos sin un principio a la altura: encontrar lo uno y lo otro en una misma novela es tan poco probable como dar con un esquivo gamusino. En la era del cliffhanger el spoiler y las escenas postcréditos, los finales han cobrado un protagonismo excesivo: parece que si no hay giro sorprendente o última revelación, el trayecto no ha merecido la pena. De ahí la obsesión por esconder los comentarios en las críticas hasta lo enfermizo: se puede hablar sobre el tramo final de una historia con elegancia, sin arruinar la experiencia del lector (o espectador), pero ni así. La sorpresa ha sustituido en muchos casos a la literatura.
Un último sabor placentero está muy bien, pero la clave es el retrogusto. Lo que queda. Y en ese quedar, las últimas palabras juegan un papel importante, pero no sirven para nada si el principio no logra impactarnos en mayor o menor medida: cuántas historias se abandonan por un comienzo insípido o directamente malo. En ese sentido, escribir buenos arranques es todo un arte, y como en todo arte, hay artistas excepcionales, capaces de elaborar obras maestras desde la primera página. El comienzo de Hyperion, del cual hablamos la semana pasada en esta sección, es un buen ejemplo: un planeta selvático, un protagonista taciturno y solitario, un cambio que precipita una acción que dará pie a todo lo que vendrá. Sin embargo, si hablamos de principios arrebatadores, tenemos una cita obligada con un maestro y su gran obra: el maestro acaba de morir, su gran obra, sin embargo, ya es inmortal, como se suele decir, aunque lo correcto sería aclarar que será todo lo inmortal que puede ser cualquier cosa que pertenezca a la esfera de la existencia humana, irremediablemente caduca y temporal. La obra a la que nos referimos es la epopeya western Meridiano de sangre, y el maestro, Cormac McCarthy. Dice así:
“He aquí el niño. Es pálido y flaco, lleva una camisa de hilo fina y ajada. Aviva la lumbre en la recocina. Afuera hay campos oscuros roturados y con jirones de nieve y al fondo bosques más oscuros aún donde moran todavía los últimos lobos. Viene de familia de poceros y talladores de madera, pero en realidad su padre ha sido maestro. La bebida le puede, cita a poetas cuyos nombres se han perdido para siempre. El niño le observa acuclillado junto al fuego. La noche de tu nacimiento. Año treinta y tres. Leónidas, las llamaban. Ah, qué de estrellas caían. Yo buscaba lo negro, agujeros en el firmamento. La Osa Mayor embestía. La madre muerta hace catorce años ha incubado en su seno la criatura que la llevará a la tumba. El padre jamás pronuncia su nombre, el niño no sabe cuál es. En alguna parte tiene una hermana a la que no volverá a ver. Pálido y sucio, observa. No sabe leer ni escribir y ya alimenta una inclinación a la violencia ciega. Toda la historia presente en ese semblante, el niño el padre del hombre”.
A partir de ahí, el nivel no baja, alcanzando momentos cumbre como el que sigue, en el que se nos obliga a quedar cautivados por el demoníaco juez Holden, un personaje inigualable, algo único en la literatura: “Y bailaron, las tablas del suelo vapuleadas por las botas de montar y los violinistas sonriendo horriblemente sobre sus instrumentos decantados. Dominándolos a todos está el juez y el juez baila desnudo con sus pequeños pies vivaces y raudos y ahora dobla el tiempo, dedicando venias a las damas, titánico y pálido y pelado, como un infante enorme. Él no duerme nunca, dice. Dice que nunca morirá. Saluda a los violinistas y luego recula y echa atrás la cabeza y ríe desde lo hondo de su garganta y es el favorito de todos, el juez. Agita su sombrero y el domo lunar de su cráneo luce pálido bajo las lámparas y luego gira y gira y se apodera de uno de los violines y hace una pirueta y luego un paso, dos pasos, bailando y tocando. Sus pies son ágiles y ligeros. Él nunca duerme. Dice que no morirá nunca. Baila a la luz y a la sombra y es el favorito de todos. No duerme nunca, el juez. Está bailando, bailando. Dice que nunca morirá”.