En 1931, en su libro “Santa Rusia”, Jacinto Benavente escribió que “cambiar los nombres, sin cambiar las cosas, es lo primero con lo que todas las revoluciones engañan al pueblo”.
Si en lugar de haber escrito esta frase en una de sus obras menos conocidas, hoy hubiera puesto un tuit, además de Premio Nobel, sería un visionario analista. La verdad: no hay mejor manera de resumir en 111 caracteres una corriente de pensamiento certera pero mal aplicada (y pervertida) por la política actual.
La idea de que la realidad se “crea” con el lenguaje no es nueva ni tampoco falsa del todo.
Por ejemplo, hasta que no se etiquetan situaciones (por muy duras que sean) no adquieren dimensión de problema social. Así, el maltrato en la intimidad a mujeres no se percibió como una lacra hasta que, a raíz del asesinato de Ana Orantes, los medios lo denominaron (entonces) “terrorismo doméstico”. Las neumonías de pacientes en algunas UCIs no han sido percibidas como amenaza mundial hasta que la OMS no ha puesto un nombre a la covid-19.
Las palabras “representan” cuestiones y sólo así se pueden cambiar. Pero también, como plantea el pragmatismo y todas las corrientes derivadas, los símbolos (con la acción y la interacción) “construyen” realidades. Recuerden el famoso debate de las peras y manzanas (hombres-hombres; mujeres-mujeres; mujeres-hombres) cuando se legisló como “matrimonio” la unión de parejas del mismo sexo. Hoy no entendemos esta institución social de otra manera; pero hace unos años no era así.
Nadie duda de la importancia de definir y de etiquetar los objetos físicos y sociales. El problema son las perversiones que se derivan de ello. En concreto, dos.
En primer lugar, como insinuaba Benavente, cuando el etiquetamiento es en balde o histriónico y para confundir. Sin ir más lejos, el que hace la Ministra Montero cuando destroza la gramática. Se piensa Irene que es “Merlín el encantador” y que con decir todas, todos y todes conseguirá la igualdad. Sin comentarios. No los merece.
En segundo lugar, cuando no se quiere reetiquetar. Porque, peor que cambiar los nombres sin cambiar las cosas, es cambiar la esencia de las cosas sin modificar los nombres.
Me viene a la cabeza la situación de algunos partidos políticos que siguen llamándose ante la sociedad hoy como lo que fueron un día…pero no lo son.
O, lo que es aún peor. Pienso en el manejo por parte ciertos representantes en la esfera pública -varios- de términos como Estado de Derecho, Separación de Poderes, Prensa Libre, Transparencia, Memoria, Democracia…
Conceptos sociales que a los españoles nos ha costado mucho esfuerzo y mucho tiempo consolidar. Conceptos cargados de historia y de sentido manejados ahora a veces para blanquear precisamente los significados opuestos.
Algunos, antes de usar cualquiera de estos términos, deberían lavarse la boca con jabón.