Cualquier movimiento social con fines revolucionarios (esto es: que persigue romper con las estructuras existentes) acaba enfrentando, en su propio núcleo, la paulatina presencia de discursos conciliadores con el enemigo a abatir. Ha sucedido con la izquierda, cuya perspectiva actual ya ni siquiera cuestiona la economía de mercado. Ha sucedido con el independentismo catalán, cuyos representantes políticos ya solo se dedican a encajar los goles que les marca el PSOE. Y ha sucedido con el feminismo.
Situándonos en el quilómetro cero del movimiento, que parte de la voluntad de aniquilar todo aquello que nos oprime por el hecho de ser mujeres, podemos empezar a calcular el alcance de las distorsiones que hemos trazado al traer el feminismo hasta el aquí y el ahora. Es decir, ser conscientes de hasta qué punto lo que hemos asumido como feminista es verdaderamente feminista o simplemente se trata de un autoajuste manual para que la doctrina encaje con el marco mental que llevábamos de serie.
Cosa que, por ejemplo, estamos presenciando en torno al matrimonio. Lejos de haber reforzado los discursos de las que nos precedieron, de haber avivado el grito de “ni matrimonio ni patrimonio”, de haber ahondado en las voces que años atrás cuestionaron el romanticismo patriarcal, de habernos reclamado libres ante la pesada socialización en pro de la familia, de haber visualizado formas diferentes para el amor y para el placer… Lejos de todo esto, lo que está protagonizando el actual feminismo en edad casadera es un revival natiabascalesco con convites para 400 personas y photocalls giratorios.
Siento ser yo la que agüe la fiesta, pero no veo que hayamos reventado ninguna estructura patriarcal tan significativa como para dar carpetazo a este debate y ponernos alegremente a vestir el yugo de blanco satén. Fue bell hooks, en El feminismo es para todo el mundo, la que habló de la esclavitud sexual y doméstica que aún hoy discurre pareja a la vida marital. Consciente de que habrá cientos de millenials que vendrán a replicarme que a ellas eso no les afecta porque tuvieron la suerte de encontrar a Ken Deconstruido, procedo a arrojar las más recientes estadísticas de la vergüenza romántica heterosexual: las mujeres siguen capitalizando las tareas domésticas (49% frente al 4% de los hombres), el cuidado de los hijos (40% frente al 4% de los hombres) y el cuidado de las personas dependientes (48% frente al 20% de los hombres).
La opresión más efectiva es la que no detectamos. La que está ahí, desde siempre, sin que seamos capaces de identificarla. En el caso de España, el matrimonio no solo es un compendio de agravios a lomos del trabajo no remunerado de las mujeres, es también el fundamento –todavía presente– de los esencialismos reaccionarios que nuestro sistema político regurgita con cierta periodicidad.
El periodista Jorge Dioni, en un artículo publicado recientemente, recordaba la santísima cuatrinidad de la Falange en su concepción de la estabilidad social: patriarcado, familia, patriotismo y religión. En Crónica sentimental de la Transición, Manuel Vázquez Montalbán enumera los dos episodios que más tensaron el nacimiento del régimen del 78: la vuelta del Guernica a España y las reivindicaciones feministas. De todo lo que sucedió en aquellos años, que las mujeres cuestionaran el statu quo de la sociedad heteropatriarcal fue lo único que llevó a excombatientes franquistas a declarar abiertamente: “Se están creando las mismas condiciones objetivas que legitimaron el Alzamiento Nacional y la Cruzada de liberación”.
Las mujeres y, más concretamente, la titularidad sobre nosotras y sobre nuestros úteros, son los principales baluartes de los movimientos políticos más conservadores. Las feministas que nos precedieron lo sabían y, por ello, pelearon el divorcio y el aborto aún a riesgo de ser tildadas de locas, de amargadas y de mal folladas. Y me da la sensación de que, de alguna manera, las más jóvenes hemos faltado al compromiso histórico que nos correspondía, que no era otro que el de caminar hacia realidades todavía más emancipadoras. Al contrario: hemos sido conformistas, simples. Como un personaje femenino en una película ambientada en la Europa del XIX. Duras y salvajes al principio, tras varias galanterías y la presencia de un señor pintón, los ideales libertarios han sido arrinconados para protagonizar festivales a pie de altar con los que conseguir una buena cosecha de likes en Instagram.
Y no nos engañemos. Esto no va de repartir carnets ni de competir por ver quién es la más feministísima de todas. Sí que va, en cambio, de saber a qué coche en marcha se ha subido cada una en plena efervescencia. Porque sorprende que en pleno año 2023, y a raíz de un post en Twitter en el que critiqué la boda de una de las voces del feminismo actual, tantas mujeres jóvenes me preguntaran indignadas que desde cuándo el matrimonio no es feminista. Pues desde siempre, querida. DESDE SIEMPRE. Otra cosa es que cuatro farsantes nos hayan colado el gol para poder llenarse un bolsillo predicando el feminismo y luego llenarse el otro ejerciendo el patriarcado.