MURCIA. Lo primero al levantarnos y lo último al acostarnos, a veces incluso cuando nos desvelamos en mitad de la noche: la pantalla se ilumina, nuestros ojos responden como dos tecnopolillas. Está pasando algo. Del mismo dispositivo que ha fagocitado el reloj, la cámara, la agenda, el bloc de notas, el mapa y el GPS, la calculadora, la tarjeta para fichar, el pulsómetro, las tarjetas de crédito, el diccionario, los billetes de avión o las entradas, cualquier tipo de aparato portátil para reproducir música, las revistas o por supuesto, para una gran mayoría, el ordenador, nacen unos conductos informacionales mediante los cuales nuestros datos, aquellos que explican todo lo que somos y hacemos, son drenados y transportados hasta enormes organismos que se nutren de ellos, que engordan hasta la hipertrofia con la excusa de un sacrificio que hará nuestra vida mucho mejor, más cómoda, menos esforzada. Si entregamos nuestros datos a los profetas de la algoritmotopía, el verbo hecho serpenteante matemática nos liberará de cualquier tipo de decisión, de las dolorosas y de las más inanes. Podremos entregar nuestra vida a la placentera apatía del discurrir con la corriente, dedicarnos a consumir recomendaciones hasta no necesitar más y aun así seguir consumiéndolas, alinear nuestro estado de ánimo con una playlist diseñada por y para nosotros, cenar las mejores ofertas de hamburgueserías cercanas, compartir nuestra ubicación actual en tiempo real, ser reconocidos fisionómicamente al entrar en un país o en una tienda o directamente duplicados en un universo digital cuyos únicos límites serán los de nuestra cuenta bancaria. No más anuncios inadecuados: a cambio de ser digeridos por los tentáculos del parásito de silicio, horas y horas de experiencias comerciales a medida, ¿quién da más? ¿Quién da más por menos? ¿Quién te va a conocer mejor que quien se alimenta de tu rastro? Ni siquiera tú te conoces tanto. La red es en realidad una tela de araña. La hiperconexión es una hiperpantalla que enmascara el auténtico espectáculo.
“Bienvenidos a la República Popular de Stokes Croft, una tierra de nadie de tres kilómetros de largo en el centro de Bristol, una de las más importantes ciudades inteligentes del Reino Unido. En parte comuna hippyster, en parte instalación de arte permanente y en parte protesta política, el Croft (como la llaman los locales) proclama ser un refugio de la vigilancia física y digital que asociamos con la vida diaria en las principales ciudades y online. «Tu primera reacción puede que sea 'Oh dios, no me puedo conectar con nada, pero la realidad es que de hecho has desaparecido», explica Rushdi Manaan, activista antivigilancia y el fundador más conocido de la RPSC. «Cuando entras al Croft desapareces no solo de internet, sino también de las cámaras y los sensores que ahora nos vigilan en todas las demás partes de la ciudad. Puede ser que tus gafas y tu teléfono no logren acceder a las redes y servicios habituales que utilizas, pero eso significa además que no te pueden encontrar: no pueden rastrear lo que estás haciendo, no te pueden grabar a cada momento, ni en el mundo real ni en internet. Este es el único lugar en el que puedes estar verdaderamente seguro de tener alguna privacidad»”. ¿Qué puedes decir de tu privacidad actual, dónde empieza y dónde acaba? Detalle infinito, de Tim Maughan (publicado por Caja Negra con traducción de Aldo Giacometti), nos traslada a un futuro en el que el gran cataclismo no ha llegado por un meteorito, ni por una pandemia, sino por algo que hasta no mucho tiempo atrás era la normalidad, y poco después, algo voluntario: el permanecer al margen de la hiperconexión digital. Viajando al después y al antes, la historia nos muestra una posible continuación de los acontecimientos que ahora conocemos en forma de desastre distópico con promesa de utopía. De ahí la distoutopía del titular: en función de si queremos seguir siendo proveedores de nutrientes datíferos, o humanos pseudolibres como antes, encontraremos lo uno o lo otro.
En todo caso, ¿hay demasiadas distopías en el mercado editorial? De un tiempo para acá lo cierto es que se publican muchísimas. Este relato de Maughan, sin embargo, tiene algo especial: un sabor agridulce a fiasco californiano, a torcedura de tobillo en plena carrera hacia el mañana. El apocalipsis no es inverosímil, el desastre sería mayúsculo. El autor, además, plantea una serie de situaciones poco habituales: desde un paisaje sobrenatural a una recuperación a lo ciclista alejada de la estética Mad Max tan habitual en el género. Tiene sentido que tratásemos de volver a la normalidad de la manera en que lo imagina Maughan, y que en tales circunstancias destilásemos el patetismo que destilan los personajes de Detalle infinito, a quienes no les queda otro remedio que parchearse: parchean sus armas con el plástico de las impresoras 3D, pegan sus zapatillas hasta que ya no dan más de sí, remiendan sus vidas con lo poco que les ofrece una presente que se ha desmoronado. La de Maughan es una obra afilada; el enclave libertario de Stokes Croft, al más puro estilo de la Christiania de Copenhague, no está exento de contradicciones: lo cierto es que los artífices de su sistema, una fortaleza desconectada de las redes convencionales, no preguntaron a los habitantes históricos del barrio si querían cambiar su modo de vida de un modo tan drástico. La gentrificación tecnoutópica no deja de ser gentrificación, sin embargo, ¿merece o no merece la pena perjudicar a unos pocos inocentes en aras de la libertad como ideal? ¿Qué precio estaríamos dispuestos a pagar por romper la tela de araña? ¿Queremos realmente ser libres? ¿Nos preocupa de veras vivir con nuestras intimidades al descubierto? ¿En qué nos convertiremos ahora que nacemos expuestos y somos drenados desde el mismo momento en que abrimos los ojos, alguien nos hace una foto y la comparte en sus redes sociales para anunciar el feliz advenimiento de un nuevo sujeto que digerir?