VALÈNCIA. El punk fue algo parecido a la revolución francesa, pero a la inglesa y sin guillotinas, solamente con palabrotas y escupitajos. Punk es una palabra que hoy, quien más y quien menos utiliza cuando quiere expresar que está cabreado y que ojito con ella. El día menos pensado escucharemos a Tamara Falcó decir que ella también tiene un lado punk. Para mí, el punk es un capítulo de la Historia que afectó directamente a mi adolescencia como la metralla de una explosión que, en lugar de matarte, te reconciliaba contigo mismo.
El punk que desde siempre me interesó se reduce a una serie de grupos y sucede en un periodo de tiempo que va da de 1976 a 1978. The Clash, The Damned, Buzzcocks y, por encima de todo, los Sex Pistols, que eran los que mejor escenificaban toda esa rabia. Muchas décadas después, y dejando al margen la música que produjeron los citados grupos y alguna otra honrosa excepción, lo que más me interesa del punk es aquello que propició. Por ejemplo, la irrupción de personajes femeninos que ocuparon un espacio de una manera que hasta entonces era inédita. Siouxsie, por ejemplo, procede de esa escena, pero la música que hizo ya iba mucho más allá del rock & roll bronco y continuista de los Pistols. Los Pistols eran una consecuencia de Stooges, MC5 y Ramones. Lo que hacían Siouxsie & the Banshees buscaba ir mucho más allá en lo musical.
Una buena parte de lo que conocemos como punk es responsabilidad de una mujer, la diseñadora de moda Vivienne Westwood. Ella creó la ropa de batalla que vistieron los jóvenes airados de la Inglaterra del 76 cuando descubrieron que no tenían ninguna posibilidad de prosperar salvo que les tocara la lotería o atracaran un banco. Los pobres iban a seguir siéndolo hicieran lo que hicieran y el mánager Malcolm McLaren, que era muy listo, se encargó se sacarle provecho a toda esa energía negativa. Todo esto aparece contado en Dios salva a los Sex Pistols, el primer libro que se escribió sobre la banda y que 43 años después sigue siendo una crónica electrizante, así que gracias una vez más a Contra Ediciones por rescatarla -traduce Ibon Errazkin- al castellano.
Leyendo Dios salve a los Sex Pistols me sobreviene esa nostalgia juvenil que aparece cada vez que veo un documental o leo un artículo sobre ellos. Regreso a ese momento, que yo viví de lejos y en diferido -porque aquí la información llegaba como llegaba, lenta, tarde y a veces mal- en el que el orden establecido parecía peligrar por culpa de unos gamberros que hacían que los Stones de 1967 parecieran uno párvulos. Sus peinados, sus ropas, sus muecas, su desprecio hacia todo lo que importaba en el mundo adulto, incluso al propio reino del rock, que se vio cuestionado durante esos meses de, parafraseando un titular de The Sun sobre el grupo, furia y porquería. La tipografía y los collages de Jamie Reid, compañero de universidad de McLaren, ofrecían una estética perfecta y recuperaban las proclamas de Guy Debord y las técnicas dadaístas para cuestionarnos una realidad que, igual que ahora, era un puto asco. Pero al menos entonces, ellos te ofrecían una alternativa para sobrellevarlo: joder a los que nos joden, aunque solamente sea molestando.
El libro de Fred y Judy Vermorel es como un collage periodístico en el que se va narrando la historia del grupo a través de entrevistas con los miembros de la banda y sus allegados, párrafos de artículos sobre ellos, citas de libros relacionados con la banda, anotaciones del diario de Sophie (su apellido nunca se menciona), la secretaria de McLaren y hasta se incluye una transcripción de la entrevista televisiva que lanzó al grupo a la fama. Fue un 1 de diciembre, y tuvo lugar en el programa de Bill Grundy, uno de esos magazines televisivos en los que cabe cualquier tema con tal de sacarle punta y convertirlo en mierda. Grundy invitó a los Pistols con la intención de burlarse de ellos y le salió el tiro por la culata. La entrevista fue breve. Ante el tono condescendiente del presentador, los invitados -que iban con su panda, entre la que se encontraba Siouxsie- reaccionaron dándole a probar su propia medicina. Sólo que el jarabe de los Pistols incluía muchas palabras malsonantes, prohibidas en los programas de televisión británicos.
Al día siguiente, la prensa sensacionalista se cebó con el incidente y la pelota empezó a rodar. Lo que hasta entonces no era más que una manifestación musical que podía haber pasado sin pena ni gloria, fue elevada la categoría de vergüenza nacional. Los Pistols se convirtieron en el enemigo público número uno. Poco después comenzaba su primera gira, la Anarchy in The U.K. Tour. Cada nueva ciudad que visitaban generaba nuevos titulares porque los conciertos eran cancelados por las autoridades. La bola empezó a rodar sin que nadie la empujara. Unos meses después hacía peligrar la alegría de la celebración del Jubileo de la Reina Isabel, a la cual dedicaron también una canción, ‘God save the Queen’. Me quedé con ganas de ver cómo se reflejaba este episodio en The Crown.
Terry Slater, que entonces era ejecutivo en EMI, la primera discográfica que fichó a Sex Pistols, cuenta en el libro que, en cuanto los vio, supo que el grupo llenaría el vacío que había quedado en la industria. El vacío al que se refiere Slater es el que quedó cuando el rock se empezó a tomar demasiado en serio a sí mismo y empezó a excluir a su público original: los adolescentes. Por supuesto, los Pistols no duraron mucho en EMI, que se asustó al descubrir lo que habían metido en casa. El cuarteto aún habría de pasar por otra compañía más antes de recalar en Virgin, que les publicó sus discos sin temor a la presión ambiental. McLaren lo dice al principio del libro: “Destruir compañías discográficas es más divertido que tener éxito”. Los Pistols pusieron en jaque a una poderosísima industria, y también a la propia música pop. No eran ni héroes ni siquiera antihéroes, fueron cuatro elegidos del destino e interpretaron de manera soberbia su versión de una revuelta juvenil. En su breve historia hubo traiciones, muertes y deserciones. Al final, como en el estribillo de Bobby Fuller, desafiaron a la ley y la ley ganó. Pero mientras todo eso duró, fue tremendamente divertido y excitante. Sobre todo, ahora, que puede verse con perspectiva, y que sabemos que esto ya nunca más volverá a ocurrir así, de este modo.
Ahora también sabemos que Johnny Rotten era una bocazas y que McLaren era un canalla simpático, y en cuanto a la Westwood, sobrevive como gran diseñadora, pero conozco a una artista que podría hablar de las maneras rapiñeras que tiene para apropiarse de ideas e imágenes. A pesar de las decepciones, del tiempo, de la erosión y de todo lo que usted quiera, aquella fue una historia apasionante cuyo fuego todavía quema al revisitarla. Fue un maravilloso desastre, una batalla perdida de antemano, pero cuando escucho canciones como ‘Anarchy in the UK’, ‘Holidays in the Sun’ o ‘God save the Queen’ vuelvo a sentir aquella furia, la satisfacción que produce el ir contra todo aquello que nos hace la vida imposible.
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