Aunque las películas de sobremesa impidan percibirlo, ‘germánico’ dejó de equivaler a ‘soso’ hace tiempo. Al menos desde que las autoridades sanitarias alemanas se tomaran en serio la sensibilización, sobre todo de las vacunas. Antes de que el sofá se convirtiera en la trinchera de la segunda ola de la covid-19 en el relato de los #besonderehelden, los ‘héroes especiales’ que combaten el coronavirus con el humor como munición, o que el ministerio de Sanidad alemán recurriera a David Hasselhoff, un descendiente de expat, para vender la vacuna covídica como libertad (en plan remember del “tear down this wall”), otras campañas ya habían apostado por el nada aséptico doble sentido en la vacunación contra la enfermedad neumocócica invasora (ENI) en la población mayor de 60 años. ¿Qué otra imagen podría ser más poderosa que una mano cornuta contra una patología que cuesta pronunciar tanto en castellano como en alemán?
Pero el ingenio alemán es incomprendido, por mucho que invierta en servicios de traducción. Las campañas sanitarias de Alemania durante la pandemia reciben críticas por considerarse absurdos los mensajes del tipo “Ärmel hoch” (mangas arriba), que alude al “Ärmen hoch” (brazos arriba), y claro, no está la cándida Europa del carbón y el acero para frivolizar los anacronismos. Para hacerlo, ya está el sur de los Pirineos.
Puestos a echar mano del absurdómetro, la hemeroteca es la gran aliada para recordar un hito de hace treinta años asumido por la historia de la ciencia como “el efecto Sagan”, en honor a Carl Sagan, astrónomo y divulgador irrepetible, culpable de despertar tantas vocaciones astronómicas como la misión Apolo 11. Y eso que en él nada era absurdo, ni siquiera sus jerséis de cuello alto.
A la negación de permanencia en la Universidad de Harvard en 1968, donde había ejercido como profesor asociado, en 1991 la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos impidió el ingreso al padre de Cosmos, nominado por su carrera investigadora y su contribución a la divulgación científica. Sagan, probablemente más sorprendido por la nominación que por el rechazo, fue excluido en la primera ronda de votación al quedar lejos de la requerida mayoría de dos tercios. Una de las razones no oficiales apuntó que haber trabajado mucho en televisión había restado puntos a su candidatura. Para aplacar la culpa, la Academia le otorgó su Medalla de Bienestar Público dos años después de atacar a su credibilidad.
Hasta Sagan sabía que la difamación fue antes que la divulgación en ciencia. No en vano, la conocida paremia “calumnia, que algo queda” se atribuye al tratado De la dignidad y progreso de las ciencias, una lectura vigente en la era de los hechos falsos de Francis Bacon, el señor que hace cuatro siglos se atrevió a armonizar las reglas del método científico como pionero del pensamiento científico moderno, además de poner de moda el género del ensayo, cuyas bases nos han ahorrado que prodigios como ¡Que le den a la ciencia! estén hoy escritos en verso.
Aunque todavía humeen remanentes de la creencia de que los científicos visibles son peores académicos que los que se abstienen de participar en el discurso público, lo que hace tres décadas penalizó como prejuicio al gran Sagan hoy premia a cualquier investigador un poco inquieto en forma de sexenio, en concreto en el de Transferencia del Conocimiento y la Innovación, cuyas áreas aprecian como mérito las actividades de divulgación científica: desde ayudar a un periodista a elaborar una información en un medio generalista u organizar una exposición o conferencia hasta escribir libros y tener una cuenta de Twitter o un canal en YouTube.
Además de promover la cultura científica “para saber distinguir entre información y bulo, socializar la ciencia y mejorar nuestro mundo”, que a nadie se le escape en el reciente anuncio de la ministra de Ciencia, Diana Morant, la búsqueda por contentar epidérmicamente a los investigadores y académicos, quemados por la falta de otro tipo de financiación. No significa que no haya razón para estimar la importancia de la convocatoria de ayudas para el fomento de la cultura científica, tecnológica y de la innovación de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) para 2022 y con una partida de 4,5 millones de euros --la mayor dotación presupuestaria desde 2007 para la principal fuente de financiación de la divulgación científica en España--, pero habrá que leer la letra pequeña.
Valorar méritos implica ejercer la cuantificación, y los baremos académicos los carga el diablo. Muchas dudas están todavía por despejar, incluso las más triviales. En caso de tener una cuenta de Twitter, ¿puntuará el alcance sobre un determinado número de seguidores y clics? Cuando se trate de la publicación de un libro, ¿se tendrá en cuenta el número de ejemplares vendidos, la repercusión mediática o el prestigio de las editoriales? Si hay que contabilizar entrevistas o ayudar a los periodistas, ¿valdrá lo mismo una cita en Saber vivir o Muy Interesante que en Investigación y Ciencia o The Conversation?
La cuestión de fondo es qué cubre hoy el paraguas de la divulgación. Aunque todo pueda sumar para animar el interés público sobre la ciencia, la contribución de Cosmos en 1980 difícilmente puede compararse con Ciencia Marron de El Hormiguero u Horizonte de Iker Jiménez, del mimo modo que ni a los acérrimos del cine de culto se les ocurre equiparar 2001: Una odisea del espacio de Stanley Kubrick con Calabuch de Luis García Berlanga, por más entrañable que fuera el profesor George Hamilton que el glacial David Bowman.
Sin embargo, algo bueno hay en la la divulgación todavía esté por definir. Que lo absurdo se valore cada vez más como motor del conocimiento científico es una herencia digna de Bacon. Aunque no deja de ser cuestionable que la risa se entienda como mérito en la academia, es cierto que hacer reír se trata de un efecto de esa obligación no escrita dentro de las labores propias de la investigación, porque además de dar clase, investigar y hacer gestión e innovación, se ha instaurado de forma velada que los investigadores de hoy deben divertir, en la línea del “educar deleitando”, una confrontación pedagógica que aún no ha conocido el debate profundo y honesto.
Con todo, no se puede negar las implicaciones positivas de iniciativas exóticas como los Ig Nobel, parodia de los premios suecos, unos galardones que reconocen los logros que “primero hacen reír a la gente y luego la hacen pensar”, y que este año uno de ellos ha recaído en un equipo valenciano del Parc Científic de la Universitat de València sobre el estudio de las bacterias de los chicles desechados. Aunque los efectos del humor sobre el alcance de la divulgación científica están sometidos a estudio, en una sociedad global hipócritamente seria, las perspectivas triviales que desmitifican la perfección de la ciencia no son solo bienvenidas, sino que resultan necesarias, estimulantes y muy saludables.