A nadie escapa que el poder, tal y como lo hemos venido conociendo hasta hace aproximadamente una década, y sus formas de ejercerlo, ha cambiado de manera sustancial. De ello avisaba hace unos años el antiguo ministro de Venezuela y escritor, Moisés Naím en su obra El fin del poder (Ed. Debate, 2013), haciendo hincapié en las repercusiones que la degradación del poder tenía y las limitaciones a las que se enfrentaban los poderosos (presidentes, jefes de Estado o lideres empresariales) para ejercerlo. El poder, que otrora se afianzaba gracias a ciertas barreras que protegían a quién lo ejercían de rivales, aspirantes o competidores, ha cambiado de manera sustancial. Dichas barreras, entendidas como por ejemplo las reglas que rigen las elecciones, el control de las fuerzas de seguridad, las conexiones con el gran capital, el poder para gastar en publicidad e influir en los medios o el propio carisma de los líderes políticos, se han debilitado últimamente a gran velocidad; y ahora es mucho más fácil aplastarlas o socavarlas. Y esto no solo está relacionado con las transformaciones demográficas y económicas de los últimos años, sino también con los cambios políticos y la profunda alteración de las expectativas, los valores y las normas sociales. A ello hay que añadir el rápido crecimiento económico de países pobres, la mayor alfabetización, los niveles de renta o el desarrollo que ha llevado a millones de personas a acceder a las tecnologías de la información. Todo ello conlleva, para bien o para mal, que una sociedad mejor informada se convierte en más crítica. La gente considera a los líderes políticos como menos creíbles y dignos de confianza y toma consciencia de que dispone de herramientas con las que enfrentarse al poder y a los poderosos, o cuanto menos, para condicionarlos, llegando al estadio en que nadie tiene el poder suficiente para hacer lo que sabe que hay que hacer, lo que le aconsejan que debe hacer o lo que cree en su fuero interno que tendría que hacer.
"el miedo y la desconfianza llegan al extremo de que plataformas como Facebook o Twitter han amasado un poder tal que pueden influenciar o determinar los resultados de unas elecciones, tanto de forma deliberada como de manera inconsciente".
En una línea similar se expresaba estos días el conocido politólogo estadounidense Francis Fukuyama (junto a sus colegas Richman y Goel), poniendo de relieve que es necesario salvar la democracia del influjo de las nuevas tecnologías. De otro modo: poner coto al creciente poder que grandes plataformas como Amazon, Apple, Facebook, Google o Twitter han adquirido en estos tiempos de pandemia. Y no solamente por el abrumador poder económico y político que acumulan, sino por la influencia que ejercen en la comunicación política, las amenaza que suponen para la diseminación de la información o la generación de fake news. Más aún incluso la capacidad de que disponen para coordinar movilizaciones políticas, considerando todos estos factores como elementos condicionantes del correcto funcionamiento de las democracias. Y como hemos visto recientemente, tanto desde la Unión Europea, como desde los propios EEUU, se han alzado voces deseosas de acotar el poder omnímodo que corporaciones como Facebook o Google ejercen, redundando en reacciones de todo tipo en la opinión pública y en las propias organizaciones políticas: desde quienes opinan que se pretende coartar la libertad de información, pasando por los recelos demócratas en América que temen que detrás existe una manipulación de fuerzas extremistas; o unos republicanos convencidos de que las grandes corporaciones de la comunicación en internet tienen se encuentran sometidas a un sesgo mayoritariamente anti-conservador. En última instancia el miedo y la desconfianza llegan al extremo de que plataformas como Facebook o Twitter han amasado un poder tal que pueden influenciar o determinar los resultados de unas elecciones, tanto de forma deliberada como de manera inconsciente.
Y estos cambios en la manera de ejercer el poder, obviamente también llegan al frágil ecosistema político valenciano condicionado por pactos, lealtades y deslealtades. Incluso por la búsqueda del rédito político en medio del temporal Filomena y del propio azote de la Covid, llegando a un punto en el que la acción política se intenta condicionar mediante mensajes más o menos llamativos o explosivos de portavoces y cargos destacados de las fuerzas del Botánic (apoyados por la tropa fiel) que se interpelan entre ellos para regocijo de una oposición desarmada y débil que atisba una rendija por la que colarse en el debate diario y copar alguna portada en los medios, unos días apoyando la posición de un president Puig receloso de volver al confinamiento absoluto a fin de tomar distancia con las posiciones de Compromís y de Podem; y otros exigiendo actuaciones contundentes ante los datos desbocados de la pandemia, la creciente ocupación de camas hospitalarias y la imposibilidad actual de doblegar la curva. Y todo a golpe de tweet, en aras de tratar de conseguir algún tipo de rentabilidad, de condicionar la acción política y de influir en una sociedad más informada, más crítica y, como hemos visto, también más participativa en unas plataformas tecnológicas a las que desde diversas instancias se quiere poner coto.
"estos cambios en la manera de ejercer el poder también llegan al frágil ecosistema político valenciano condicionado por pactos, lealtades y deslealtades. Incluso por la búsqueda del rédito político en medio del temporal Filomena y del propio azote de la Covid".
Churchill lo tuvo más fácil en 1952. Y según uno de los primeros capítulos de la conocida serie The Crown, salió airoso de una terrible crisis sanitaria que azotó a Londres en diciembre de aquel año. La economía de posguerra se recuperaba y quemar más carbón para enfrentar el frío era posible para los bolsillos y suponía también un símbolo de prosperidad. Se produjo lo que los climatólogos denominan “inversión térmica” y el aire caliente, destinado a ascender, no era capaz de perforar esa capa y se instaló por días sobre una ciudad que entró en pánico con escuelas cerradas, nula visibilidad y hospitales desbordados; mientras la ciudadanía hacía servir unas mascarillas de tela que recuerdan en buena medida a las que todos usamos en la actualidad para salir a la calle. Mientras el viejo estadista se enrocaba en su teoría de que se trataba de una cuestión ligada a la climatología, la oposición laborista trató de preparar una moción de censura para retirarlo del poder e incluso se intentó incidir en la joven e inexperta reina para que considerara la posible renuncia. Tras más de 12.000 muertos y 150.000 hospitalizados en menos de una semana y el clamor en los medios, Churchill consiguió salir airoso de la situación anunciando públicamente unas partidas de gasto extraordinario en el presupuesto para sanidad y especialmente tras contar con la fortuna de la llegada de unos vientos que despejaron la densa niebla tóxica de humo y ácido sulfúrico que cubría la ciudad. Setenta años más tarde, con la permeabilidad de algunas de las barreras que el poder ofrecía no hace tanto, con una oposición capaz de servirse de otras muchas herramientas para condicionar la acción de gobierno y con una sociedad más participativa e informada, no lo hubiera tenido tan fácil.