Al igual que ocurre en quienes vivimos el 23 F, - casi todos podemos recordar dónde estábamos cuando nos enteramos del golpe de Estado-, también la fecha del 11 S la asociamos con facilidad a un lugar y momento determinados. En ambos casos, la memoria mantiene vívidos los recuerdos al tiempo que ceñidos por un halo de angustia. Aquel 11 de septiembre de hace 20 años arrojó un sombrío guiño de maldad al mundo entero. Fue el detonante de guerras que no consiguieron sus fines y que, si en algún momento parecieron lograrlo, fue a costa de elevar aún más la muralla del odio. No existe peor acelerante del mal que el surgido del miedo, la inseguridad, y la injusticia.
El siglo XXI, de momento, no ha venido acompañado de la mejor fortuna. Si aquel primer golpe aceleró la cosecha de sentimientos negativos, la crisis financiera de 2008, con su espectacular irradiación hacia el sector bancario e inmobiliario español, y la actual crisis de la pandemia, han potenciado los decolorantes de lo valioso: una transustanciación de valores, métodos, estilos y prácticas que, por su deriva hacia la insidia, hipocresía y odio, han infectado de negación, cinismo y aguda confrontación lo que, en algún tiempo, fue discrepancia: ciertamente severa, pero rodeada por las pilastras del respeto, la aceptación del otro y un consenso tácito sobre las reglas de juego, políticas y sociales, admisibles.
Llegados al momento actual, resulta necesario un esfuerzo explícito de distanciamiento del pesimismo para adoptar una posición no tanto objetiva, -deseo más que posibilidad real-, sino consciente de los sesgos de nuestra subjetividad; igualmente necesario combatir mentalmente ese mismo pesimismo para que no domine el espacio de nuestras emociones. En primer lugar, por el avance de la inseguridad. El 11 S Algunos revivieron, y la mayoría aprendimos, que los objetivos civiles resultan más atractivos que los militares cuando lo perseguido no es vencer a un ejército, sino desmoralizar a un país y proclamar victorias simbólicas sobre el enemigo escogido. Con el tiempo, a Nueva York se añadirían Londres, París y otras ciudades de cuyo listado formarían parte las trágicas experiencias de Madrid y Barcelona.
Al mismo tiempo aprendimos algo muy relevante: que las ideologías habían cambiado de adjetivo pero que el fin de la historia anunciado por Fukuyama no se había producido. En aquel momento fueron las ideologías basadas en una extremada y falseada interpretación del Corán, avivadas por la humillación palestina, la prepotencia militar y la lucha por los recursos naturales. Pero no sólo se produjo una agudizada e interesada crispación entre los tres pueblos descendientes de Abraham. El fuerte avance de algunas economías asiáticas estaba prendiendo en China y 2001 también fue el año de su acceso a la OMC, justo dos meses después del 11 S.
Este país, de ser la factoría mundial de lo barato, ha pasado a ser la fábrica de las telecomunicaciones más avanzadas, de la inteligencia artificial y de la economía espacial; contenedor de un nuevo orgullo nacional que retoma el sentimiento histórico del país como gran potencia: vanguardia mundial en lo económico, hábil tejedor de alianzas en lo geopolítico y obligado creyente en la fortaleza de la ideología que han cincelado algunos de los máximos dirigentes de su Partido Comunista. Una ideología que, a sensu contrario, destaca una conclusión: la debilidad del liberalismo político y económico occidentales para gobernarse en el siglo XXI.
Junto a las anteriores ideologías, otras han llegado hasta nuestras puertas impulsadas por el uso oportunista de las libertades democráticas con la finalidad última de socavarlas: recortando libertades civiles, creando una atmósfera de animadversión hacia los inmigrantes, patrimonializando sentimientos y símbolos comunes, reduciendo el papel económico del gobierno a los viejos estándares neoliberales y haciendo de la verdad una máscara veneciana que admite todas las formas y colores de la falsedad.
No es la única edición de una ideología hiriente para la convivencia. En aquellos lugares en los que predomina la nueva economía y son base de las empresas tecnológicas, se está creando una cultura propia que apunta hacia el hiperindividualismo, hacia una forma de rebeldía en el estilo de vida, la negación de las obligaciones fiscales y de las leyes que afectan de forma específica a tales empresas. Sumergidos en una atmósfera de presuntas facilidades para ser rico con rapidez, mediante el desarrollo de funcionalidades digitales, los ciudadanos de este mundo virtual valoran al máximo su libertad, incluido el rechazo del gobierno por su función fiscal y por su imagen de organización burocrática opuesta a la volátil, flexible y desjerarquizada existente en el espacio tecnológico. Paradójicamente, se trata de una cultura que coincide con la trumpista en su rechazo de las regulaciones públicas, pero que se aleja de ésta al considerarla heredera de la vieja economía: de la que todavía precisa de campos, carreteras, tuberías y petróleo para funcionar; de la que aún se apoya en pymes analógicas y en comunidades sociales articuladas por la religión, la auto-defensa y el apoyo vecinal.
Las anteriores son algunas de las nuevas ideologías que se han fortalecido tras el 11 S; muestran la influencia de este último y, asimismo, la veloz transformación que han acumulado las dos primeras décadas del siglo XXI. Se han escogido por la importancia que adquieren como ideologías anticoagulantes del espíritu colaborativo que requieren los retos globales de nuestro siglo. La labor de las sociedades y de los gobiernos no sólo tiene por delante la inmensa tarea de abordarlos con rapidez y eficacia: tienen que hacerlo sorteando posiciones ideológicas que miran hacia otra parte o apuntan en sentido contrario.
No nos encontramos en un estadio en el que baste la voluntad de buen gobierno y una adecuada ecuación tecnocrática para resolver los problemas más acuciantes. Necesitamos de una cultura creadora de nuevos valores reforzadores de las libertades democráticas, de una nueva fase de internacionalismo colaborativo y de una nueva concepción del sector público. Una visión de este último que sume al estado tradicional del bienestar el crecimiento demográfico, la corrección de las nuevas desigualdades, la creación y extensión de nuevo conocimiento, una mayor integración del tercer sector y de la empresa en la gestión o desarrollo de servicios públicos concretos, una atención anticipativa y proactiva a las percepciones de inseguridad y una fuerte posición de las administraciones públicas, de los media y de nuevas redes sociales como comunicadoras veraces frente a las mentiras, manipulaciones y cultivo del odio y la ira.
El optimismo es posible, pero hay que conquistarlo: no vendrá por sí mismo, ni con actitudes acomodaticias o cortoplacistas. Desapolillar algunas virtudes que suenan a antiguas, -generosidad, solidaridad, respeto-, es hoy una señal de modernidad, ciudadanía y sentido común.