Estaba viendo las imágenes del brindis entre Carlos Mazón y Óscar Puente a propósito de la ampliación del puerto de Valencia y cuando el presidente de la Generalitat le doró la píldora al ministro de Transportes, mi padre, de carácter cazurro y alejado de toda pompa empalagosa, afeó tanto peloteo mutuo. Juanma Moreno se daba un paseo para recordar con la vicepresidenta Teresa Ribera y llegaban a un acuerdo en torno a Doñana. Pese a que el ambiente desde fuera parezca cada vez más bronco y tensionado, la realidad es que no estamos tan mal.
Hace varios años acudí a una conferencia en la que uno de los ponentes, un argentino, así que ya se pueden imaginar la intensidad, se quejaba de la hipocresía de los políticos que se rasgaban las vestiduras a arañazos dialécticos pero después cuando se apagaban los focos se sentaban a tomar café como si nada; estaría acostumbrado a la excitación de un Javier Milei que llama zurdos de mierda a los contrarios. Soy el primer defensor de que hay que separar la obra del talante del artista. La política no es más que un teatro en el que el telón nunca se cierra. Hay que apreciar lo que no se ve para descubrir el atrezo, está todo tan perfectamente escenificado que es difícil percatarse de que somos meros figurantes en el show de Truman.
Se necesita estudiar todos los rictus o tics de los políticos para caer en la cuenta de que la película no es como nos la están contando, partiendo de la base de que no estamos inmersos en ese largometraje de ciencia ficción belicista que tenemos en la cabeza. Las sobreactuaciones melodramáticas de actores de tres al cuarto les delatan; no se meten en el papel y la falta de implicación emocional en el relato que han creado les termina jugando una mala pasada. Me sorprende ver a Alberto Nuñéz Feijóo en sus fotos en las redes sociales o en las comparecencias en las ejecutivas nacionales de su partido, se ríe a carcajada limpia, está relajado, despreocupado. Ese espíritu tranquilo me hace pensar que no es para tanto lo que está pasando en España pese a que él en cada intervención pública vaticina el apocalipsis. Si de verdad nuestro país estuviese a punto de convertirse en una dictadura o se fuese a romper, a un servidor no le verían con esa cara de domingo permanente. Oye, que a lo mejor la situación sí es como él la pinta y el problema es que nuestra suerte le es indiferente. Me extrañaría mucho que si el gobierno de Pedro Sánchez fuese un ejecutivo despótico, Carlos Mazón se pusiese a brindar con uno de sus ministros. Es como si María Corina Machado, líder de la oposición en Venezuela coqueteara con Delcy Rodríguez, vicepresidenta de Nicolás Maduro.
Mientras los últimos peones de Hamás se baten en Gaza, sus gerifaltes están de retiro espiritual en sus mansiones de los rincones más inhóspitos. La calle está que arde, grupos se concentran en las sedes del PSOE, se siguen convocando manifestaciones en contra de la amnistía, se rompen amistades por motivos ideológicos, se derrumba todo bajo nuestros pies. Sin embargo, ellos, los que han causado todo lo anterior, se van a comer juntos, toman cafés en el bar del Congreso, se miran, se sonríen, se tiran los tejos. Como he dicho, creo que es saludable tener amistades con quienes discrepas en aspectos básicos, pero cuando llevas ese frentismo hasta el límite de quemar la sociedad dejas de ser un actor y te conviertes en un pirómano. La desconexión de la calle por parte de la clase política no es una novedad, ha existido siempre, lo curioso es que ahora estamos asistiendo a una especie de guerra de trincheras urbana en la que los generales de uno y otro bando toman café juntos mientras dejan que los fanáticos que ellos han invocado se maten entre sí. España se ha catalanizado porque somos víctimas del síndrome que ha asolado a la ciudadanía catalana: el convencimiento de dar la vida por una idea de soberanía mientras que a la burguesía que les gobierna solo les interesa el dinero. Han creado militantes tan fieles y dogmáticos que ahora son más integristas que sus líderes.
Millones de personas observan este teatro de lo absurdo con el ánimo de aquellos que piensan que las películas son reales; la realidad es que cuando se apagan las cámaras el villano se va a tomar un café en el camerino con el héroe de la historia.
¿Por qué te tomas tan en serio algo que ni siquiera los que se dedican a ello se lo creen?