La palabra canon proviene del griego Χανων. Irene Vallejo explica, deliciosamente, en “El infinito en un Junco” que el término tiene raíces semíticas (en lengua asirio-babilonia, qanu; en hebreo, qaneh; y en arameo, zanja) en vocablos que aludían a tallos de plantas orientales. Canon significaba literalmente “recto" como una caña que se usaba para medir. Originalmente, el canon fue el predecesor de nuestro “metro”, una medida estándar.
La idea de una magnitud para dibujar a los humanos (en ese caso el puño) se utilizó en el arte del antiguo Egipto. Sin embargo, fue un griego, Policleto, quien en un libro V siglos antes de Cristo, usó el concepto para aludir a las proporciones ideales del cuerpo humano y a las relaciones armónicas entre las distintas partes de una figura.
A raíz de los debates sobre la autenticidad de los relatos evangélicos, en el siglo IV, se llamó “canon eclesiástico” a la selección de libros que las autoridades hicieron para que los creyentes encontraran una pauta de vida. De ahí adquirió la connotación de “repertorio de lo correcto”. En literatura, en el siglo XVIII, se empezó a hablar del “canon literario” para designar al compendio de obras modélicas en este campo.
El canon pasó a entenderse no solo como una vara de medir sino, también, como un ideal, una regla o un precepto.
Leía este verano el libro de Vallejo y pensaba que, en los tiempos que corren, donde la vida pública se ha degradado tanto y se ha convertido en espectáculo, no estaría de más elaborar un “canon para políticos”. No tanto con relación a su ideología y a su toma de decisiones sino referido a su comportamiento público.
Sin duda, con todas sus virtudes (y también sus defectos), yo no dudaría ni un segundo en incluir en este compendio a Angela Merkel, que dejará esta semana, después de 16 años, de ser Canciller.
Angela Merkel ha sido una rara avis. También un ejemplo para el liderazgo político y para el liderazgo femenino en la vida pública.
La mujer más influyente del mundo ha ejercido su poder con dedicación y ha sabido transmitir dos cosas que hoy día los ciudadanos agradecemos: honestidad y sinceridad.
Cuenta Alexander Zinser en un visitadísimo post que, a la luz de lo que se ha sabido de ella a través de los medios (que es como hoy conocemos a nuestros políticos), en todos estos años Merkel no ha colocado ni a uno de sus allegados ni familiares. ¡Igualito que en España!
Sigue viviendo en su apartamento de antes de ser Canciller. No se ha dedicado, que se sepa, a comprarse chalés ni casoplones en Galapagar.
En más de una década no ha cambiado de estilo en su vestimenta ni, como es obvio, se ha sometido a grandes operaciones estéticas. No va de peluquería diaria, ni hace reportajes con firmas francesas de moda.
Cuentan que un día un periodista le preguntó en una rueda de prensa que por qué usaba siempre el mismo traje y que si no le preocupaba su físico. Ella respondió que “era funcionaria, no modelo”.
En otra ocasión le interrogaron sobre la conciliación (algo que suelen hacer los medios con las señoras y no con los señores). Respondió que su marido y ella hacían todo el trabajo en casa. "No, no tengo sirvientes ni los necesito”. (Menos asesoras-niñeras). Cuando quisieron saber cómo se arreglaba con la colada simplemente respondió: “Mi esposo pone la lavadora y yo coloco la ropa”.
El mundo entero observó a una Merkel mayor (sí, mayor) temblar con fragilidad en una comparecencia.
Vimos a Merkel hablar a los alemanes como adultos sobre la pandemia: con empatía y severidad, sin eslóganes ni gafas de sol.
Merkel ha enseñado que a la política se viene a servir y no a servirse.
Merkel ha sido el ejemplo palpable de que se puede eludir la tiranía de la apariencia en la sociedad de las representaciones.
Merkel ha demostrado que no se necesita desdoblar el lenguaje ni usar palabras resonantes para poner la corresponsablidad en la agenda.
Merkel ha combatido el edadismo simplemente quedándose.
Merkel ha demostrado que se puede hacer política sin rendirse al marketing.
Se va con luces y sombras en su legado, pero su popularidad y su reconocimiento son indiscutibles.
Cuando llegó, sólo uno de cada tres españoles confiábamos en la Canciller. Hoy el 86% de nosotros, según las encuestas, la vamos a echar de menos. Puede que su autenticidad tenga algo que ver.
Quizás el canon de Merkel deba ser imitado en estas cosas por algunos políticos en España.