Hubo una época que me dio por hacer senderismo. Salía con un grupo los domingos y recuerdo que mientras unos disfrutábamos de los paisajes y la naturaleza, otros estaban más pendientes de alcanzar las metas y las cimas prefijadas para esa excursión, sufriendo si veían que ese día nos acompañaba alguno que, por su peor condición física, no era capaz de mantener el ritmo. Miraban nerviosos el reloj para calcular si daría tiempo, porque aunque salíamos temprano, procurábamos acabar sobre las dos de la tarde. Por mi parte sucedía lo contrario: agradecía que el ritmo no fuese muy fuerte porque así disponía de más tiempo para detenerme de vez en cuando y recrearme en los paisajes, o salirme de la fila e indagar algún recodo del camino que me había llamado su atención.
"no nos damos cuenta de que acelerar el desarrollo del niño no contribuye a a lo mejor para él, porque cada uno tiene sus tiempos"
Recuerdo los trenes de antaño, aquellos en los podías bajar la ventanilla y sacar la cabeza (¡qué maravilla sentir el aire en tu cara y tu cabellera al viento!), o entablar conversación con algún que otro viajero en el pasillo mientras fumábamos un cigarrillo, o bajar a estirar las piernas en las estaciones en la que paraba el tren para que subieran o bajaran los viajeros; mientras, el jefe de estación, el de la gorra roja, estaba pendiente de que todos los rezagados o distraídos se subieran al tren antes de dar su permiso para la salida, levantando su bandera roja y haciendo sonar su silbato. Nada que ver con los trenes de alta velocidad actuales con diseños futuristas relamidos como supositorios, auténticos portentos de eficacia, de rapidez y velocidad, instrumentos perfectos para viajes funcionales, pero alejados de aquellos placeres del viajar sin prisas. Lejos quedó el recrearnos, el contemplar paisajes y paisanajes, ya no da tiempo a mirar con curiosidad a los viajeros cargados de maletas y preguntarnos: ¿Dónde irán?, ¿huirán de algo?, ¿los esperará alguien?...
De hecho, hoy, se ve como un demérito la lentitud, y se denuesta la inactividad, como expone magistralmente el filósofo alemán Byung-Chull Han en sus ensayos. En cambio, se valora positivamente la actividad, incluso la hiperactividad. Resulta curioso que en Murcia, hasta hace poco, se consideraba un defecto o algo que había que corregir, como recogía la sabiduría popular huertana en la expresión "padece de azogue".
Así, llevamos a nuestros hijos a cuantas más actividades extraescolares podemos, mejor. Y luego a casa, a terminar los deberes. Pensamos que así contribuimos a labrar su futuro, y de tanto rastrillar con el tractor, lo que conseguimos es un erial mental donde no anida la creatividad o la empatía, cualidades que surgen de la inactividad y el juego.
Resulta obvio que todos queremos lo mejor para nuestros hijos, cómo no, pero no nos damos cuenta de que acelerar su desarrollo no contribuye a ello, porque cada niño tiene sus tiempos. Esto es algo que los que peinamos canas hemos podido comprobar en nuestros retoños y los de los vecinos. Niños que de pequeños parecían atrasados, sin embargo, unos años más tarde, cuando les tocaba, despertaron y adelantaron a los supuestos líderes.
Hoy, el apabullante e insidioso bombardeo de informaciones desde las pantallas y los continuos avisos de las aplicaciones de los dispositivos móviles distraen nuestra atención y nos aboca a la multitarea, que no es otra cosa que una serie de atenciones discontinuas que nos agotan e inciden negativamente en nuestro rendimiento. Esta aceleración de los cambios a lo que tenemos que prestar atención nos dispersa y nos incapacita para focalizarnos, para concentrarnos.
Soy de los que piensa que tal vez, más que apostar exclusivamente por una mayor digitalización y más pantallas en las escuelas, ha llegado el momento de crear espacios imaginativos de silencio digital, en los que desarrollar la focalización, la concentración. Para ello se me ocurre pensar en talleres de danza, de dibujo, de pintura, de escultura, de meditación, incluso, por qué no, de molde o ganchillo, entre otras inutilidades. Tampoco sería mala idea ajardinar los colegios porque como bien lo saben los neurólogos, lo verde apacigua y, además, serviría para encargar a los alumnos de su cuidado, como método de empatía con la vida vegetal, con sus ritmos lentos, su cadencioso crecimiento, con otras formas de vivir.
Una lentitud que es buena también para la salud de nuestro cuerpo. Todos sabemos, por ejemplo, que comer despacio mejora la digestión de los alimentos y evita molestias como gases, ardores o pesadez de estómago. Además, al comer tranquilos, podremos deleitarnos en los sentidos del gusto y el olfato, y alimentar nuestro espíritu sintiéndonos parte de un todo más amplio, de la naturaleza, o de la creación si eres hombre de Fe.
Y para la salud del planeta, como pusieron sobre la mesa en 1989 en Italia los precursores del movimiento slow food (comida lenta), en contraposición a la agroindustria multinacional y su último eslabón, la fast food (comida rápida). Para reivindicar la alimentación tradicional, con alimentos plenos de sabor y de saberes, producidos por pequeños productores locales, con métodos de cultivo respetuosos con el medio natural, con variedades vegetales y razas animales autóctonas, de temporada y cocinados según recetas de toda la vida. Una iniciativa que agrupa actualmente a más de 100.000 pequeños agricultores, artesanos y cocineros en más de 160 países.
Tengo en casa la película El gran silencio, del director Phillip Gröning, que narra la vida en un convento aislado entre montañas en el centro de Europa. En la carátula del DVD, cuenta que escribió una carta al prior de la orden de los cartujos solicitando permiso para ir a rodar. ¡Dieciséis años después! recibió una llamada para decirle que ya podía ir.
Morir tenemos, ya lo sabemos. O como decía mi abuela: "Tanto correr para llegar al mismo sitio, al hoyo".