VALÈNCIA. Desde hace unos años hay una nueva palanca editorial de enorme éxito en redes. Si estuviéramos en 2019 se hablaría de contenido viral, pero en 2024 más bien habría que hablar de un intento descarado por hacer ruido, golpeando cacerolas a golpe de post. Esa categoría es la de ‘En Madrid, mejor’. Se sustancia con contenidos que, periódicamente, se publican anunciando la buena nueva: “La mejor paella del mundo se prepara en un restaurante de la Sierra de Madrid a más de 400 Km de Valencia”, publicaba El Español el 30 de marzo. “Ni en Valencia ni en Alboraya: la mejor horchata del mundo está en Madrid, aunque a muchos les pese”, publicaba Ok Diario el 26 de agosto.
El efecto de esos contenidos es inmediato y exitoso. Golpean en el acervo popular y el orgullo social. Quienes, indignados, la emprenden contra lo que consideran una nueva usurpación simbólica por parte de Madrid de sus elementos más representativos, se convierten en los grandes difusores del contenido, la garantía de su éxito. Si las redes y sus sistemas de comunicación fueran una colmena repleta de abejas, la indignación sería la miel y los indignados sus insectos costaleros.
Más allá de la anécdota, o el posible juego de piques territoriales, ‘la mejor horchata en Madrid, la mejor paella en Madrid’ resultan principios activos fundamentales para explicar la relación alterada entre Madrid y sistemas urbanos como el de València.
Intentando salir de la cierta victimización natural con el que las ciudades de cualquier país ven a su ciudad capital, en el caso de Madrid hay un intento troncal por reforzar su sentido como eje principal. El propio ayuntamiento desarrolla la campaña ‘Todo está en Madrid’, que puede entenderse como un reivindicación del autoabastecimiento pero también como un subtexto en que todo aquello ‘no-Madrid’ se considera ajeno.
El afecto aspiradora que en los últimos años ha hecho a las principales ciudades de Europa aumentar su volumen, hasta el punto de concentrar buena parte del crecimiento de sus estados, tiene en Madrid un componente atípico: su momento económico acumulativo (un patrón común en capitales similares), va acompañado de una reivindicación agresiva en lo simbólico. Como una capital que acabase de adquirir su condición y necesitase lanzar un programa de acción.
Basta recordar la noria más grande Europa que, tras rechazarla Valencia, Madrid anunció su adquisición (en los últimos días a reivindicarse). O el circuito urbano de Fórmula Uno, un trasunto de años años frenéticos sobre el asfalto del frente marítimo de València. O la mascletà en Madrid, disparada -entre patos- a la que solo le faltó sustituir el ‘Senyor Pirotècnic’ por un ‘Todo está en Madrid’.
En la comedia protagonizada por Steve Martín Perdidos en Nueva York el protagonista, renqueante después de una noche delirante, acaba improvisando un claim que le dará su puesto como publicista en una agencia local. Lo hace bajo el grito ‘Solo en Nueva York’, apelando a la exclusividad que tiene la ciudad pasa ofrecer oportunidades y sentimientos que no se pueden vivir en ningún otro lugar.
En lugar de exclusividad, el mensaje de Madrid -acompañado por la retahíla de contenidos fabricados por medios dedicados en mayor o menor medida a la promoción de la ciudad- tiene que ver con quedarse todos los símbolos.
Visto desde la distancia temporal, parecería que la capital de España tuviera una cuenta pendiente consigo misma. Frente al momento olímpico de Barcelona en los primeros noventa, Madrid buscaría su propio momentum barriendo para casa todos aquellos elementos simbólicos que forman parte de España. Una emancipación como capital, una necesidad de reivindicarse.
Esa posición extraña, la de una capital gritando a los cuatro vientos que lo es (sería atípico que la principal ciudad de un país no tuviera la mejor oferta y la mejor pujanza económica), no parece la posición estratégica más eficaz para vertebrar territorios.
Ese “Ni en Valencia ni en Alboraya: la mejor horchata del mundo está en Madrid, aunque a muchos les pese” sirve de frontispicio para situar la actitud de territorios como València: arrinconados con solo dos alternativas: revolverse contra la jerarquía simbólica que propone Madrid o integrarse como parte de ese mismo eje. En cualquier caso, limitados a una actitud defensiva en el que en lugar de ser la capital del país la que afloja, sistemas urbanos como el de València se sienten apretujados, constreñidos al lamento constante.
Si todo está en Madrid, significa que no hay nada para el resto. Ni la horchata.