Hace ya 15 años que se repite. Subimos al tercero (sin dar al telefonillo), tocamos al timbre, y ella grita un ¡voy! Cuando nos ve, incluso con su pierna rígida, salta de alegría mientras nos abraza.
No hay muchas ocasiones en que dispongamos de días: ya se sabe, andamos todos muy atareados con el trabajo y vivimos muy lejos. Este año el fantasma de Ómnicrom nos ha obligado a irnos a un hotel y a evitar pernoctar en su casa. Pero hemos disfrutado igual: el doble, diría yo. Ya nos robó la oportunidad de tomar el turrón el “dichoso bicho” el año pasado. Así que, esta Nochebuena ha tocado celebrar por dos. Hasta Santa Claus se ha desquitado en esta ocasión con ella: una bata, colonias, varias blusas atigradas -de las que le gustan para estar en casa- y un juego de la Play. Porque sí, a los 91 años, se puede ser una fiera con la maquinita. Sobre todo cuando hay muchas cosas que la vida ya no te permite hacer.
Hace un mes, me pidió que este año que no le trajera libros: ya no los ve y no puede devorarlos como antes. Me contaba, casi disculpándose, que su nieto se iba a quedar con el cuadro de Spiderman a medio hacer: se ha tenido que “quitar” también del punto de cruz, después de 70 años, porque, como dice ella, “no atina”. Las restricciones sanitarias y las muchas bajas del último año han fulminado también sus partiditas de cartas con amigas. Y, el azote de la artrosis y sus achaques de espalda ya le obligan a usar andador. Y, “mi niña, con el aparato cuesta mucho salir a tomar el viento helado de Salamanca” así que ahora pasa mucho tiempo en su casa. De allí no se quiere mover. “Si me sacáis, con los pies por delante y dentro de mucho tiempo” dice riéndose “soy una superviviente y me quedan muchas cosas por hacer”.
Podría contar anécdotas muy divertidas de mi suegra. Como cuando se cabrea con “Alexa” (a la que llama insistentemente Alejandra) y le dice mil palabrotas porque no le contesta. Las mismas que suelta cuando pierde el Real Madrid, del que es una forofa. Pese a sus achaques, en agosto no quiso perderse la boda de su nieta y nos apareció, toda guapa, con unos calcetines debajo de sus sandalias. Es fascinante cuando opina de todo, por muy complicado que sea. En una conversación sobre geopolítica con dos señores ilustrados nos soltó un “los de Portugal son los más majos” y se quedó tan ancha.
Carmen nos hace reír mucho. Y, confieso que, ahora, también a veces llorar, porque vemos en ella las huellas del tiempo y lo rápido que pasa la vida.
Pero, sobre todo, mi suegra nos da ejemplo. Como muchos de sus coetáneos en casi la “cuarta edad” cuando demuestran que, pese a todo (especialmente al azote de la soledad que ha sobrevenido con la pandemia), hay que seguir disfrutando con el carácter imprevisible de la vida.
Hace unos días un joven escritor de 27 años, Ricardo Ramos Rodríguez publicaba en El País una deliciosa carta: Abrázame, que nunca se sabe. Decía que la generación de Carmen tiene el gran trauma colectivo del hambre y por eso, los abuelos nos dicen lo de “cómetelo que nunca se sabe cuándo puede venir otra guerra”.
Ramos apunta que en vez del hambre, nuestra generación y la de nuestros hijos van a sufrir ya para siempre el trauma del aislamiento y la distancia. Creo que es verdad. Me di cuenta cuando nos despedimos el otro día de Carmen en Salamanca, pensando, como hacemos desde hace años, que ese podría ser el último abrazo.
Quería acabar el año dedicando mi columna a los mayores, que tanto, tanto han pasado.
Mañana, día 31, con todas las mascarillas y las precauciones: abrácenlos. Mucho, pero que mucho…
Que, como dice Ramos Rodríguez, y nos ha enseñado la vida, nunca se sabe y siempre puede ser el último abrazo.