VALÈNCIA. La política es un enfrentamiento entre ideas y cosmovisiones opuestas, intentando presentarse coherentemente ante el electorado. A esto de toda la vida se le ha dicho “ideología”, aunque algunos partidos nieguen no tres sino treinta y tres veces tener nada parecido a una ideología. “Ideología”, para muchas personas, ha llegado a asociarse al fanatismo o a la aplicación de fórmulas ciegas a la realidad. Un poco, quizás, como la religión, un vestigio de un mundo anterior a los datos, la ciencia o al sentido común. Pero las ideologías no se han ido (como tampoco lo ha hecho la religión), y quienes reniegan de ellas muchas veces también las tienen, aunque les pongan otro nombre. Cualquier intento de explicar racionalmente el mundo es, al fin y al cabo, una ideología, y en ese sentido la única anti-ideología posible sería la afirmación de que el mundo es caótico, no reconocible objetivamente, y por tanto no explicable. Algo que periódicamente resurge en el discurso público, por ejemplo, en Rusia tras la fallida revolución de 1905, que hizo dudar a muchos marxistas de su capacidad de explicar el mundo, lo que obligó a Lenin a escribir su obra filosófica “Materialismo y Empiriocriticismo” (1908) para asegurar que sí, que la mente humana puede reflejar correctamente el mundo material, faltaría, así que todos de vuelta a las barricadas y a la agitación antizarista.
En democracia, no obstante, afirmar que el mundo es caótico y que no sabes lo que pasará no suele darte muchos votos. Los votantes, que en nuestra vida privada solemos estar a verlas venir y llenos de contradicciones, sí exigimos (¿injustamente?) una cierta coherencia y continuidad al partido al que votamos – pero también estamos dispuestos a perdonar contradicciones si estas reflejan las nuestras propias. Por eso, los partidos políticos no pueden prescindir del todo de los ideólogos, pero siempre atándolos en corto, no vaya a ser que regañen a los votantes. Además, una ventaja de los ideólogos es que suelen ser muy buenos ganando debates. Ser ideólogo consiste básicamente en tener razón siempre y en saber exponerlo, dos cosas que quedan muy bien en los debates.
Sin embargo, el recorrido político de esto es más limitado. Ni a Mariano Rajoy ni a Pedro Sánchez les habrá robado nunca el sueño que Juan Ramón Rallo los pueda vapulear en un debate. Incluso Pablo Iglesias, que siempre ha puntuado muy alto en los debates televisivos, no logró el ansiado sorpasso. Y a otro consumado debatidor, Albert Rivera, que incluso ganó la liga universitaria de debate en sus tiempos de estudiante, tampoco le ha ido demasiado bien. Quizás se le notaba un poco demasiado que ante un planteamiento “debate sobre la pena de muerte” instintivamente habría preguntado “¿me toca a favor o en contra?”
En general, se sobrevalora el papel de los debates políticos. Debatir forma parte del trabajo de un político, sin duda, pero el trabajo de un político no consiste en debatir, igual que prescribir aspirinas forma parte del trabajo de un médico, pero el trabajo de un médico no consiste en prescribir aspirinas (y algunos muy especializados, como un neurocirujano, probablemente nunca lo hacen). Debatir, en esta nuestra época televisiva, a veces parece un deporte como cualquier otro, y los ideólogos muchas veces son consumados maestros en los trucos sucios y los lances del juego: cuándo interrumpir, cuándo lanzar un ad hominem, y cuándo soltar una perlita ideológica que -aunque a primera vista parece totalmente lógica- se desmonta en cinco minutos de reflexión (pero que son cinco minutos de reflexión que el rival, quizás, no tiene en ese momento).
En un debate entre políticos e ideólogos, además, el ideólogo parte con la ventaja de no tener que comprometerse con nadie: defiende ideas puras, en aras de cuya coherencia puede sacrificar cualquier cosa. El político, en cambio, presenta un programa, que a su vez suele ser un compromiso entre varias facciones políticas, y en los compromisos las coherencias suelen llevarse la peor parte. ¿Importa mucho? No realmente: la fuerza de un programa político no está tanto en su coherencia, como en el hecho de que es, precisamente, un acuerdo entre miles de personas comprometidas con él porque piensan que mejorará a la sociedad.
No obstante, al final de toda la cháchara, la gente quiere resultados. O por lo menos que las cosas no cambien demasiado. Por eso los partidos en el gobierno tradicionalmente suelen salir con ventaja en las elecciones. Ya decía Lord Vetinari (y acaban de retratar muy bien los Pantomima Full) que “la gente afirma que quiere buen gobierno y justicia para todos, pero lo que realmente ansían, en lo más profundo de sus corazones, es que mañana sea más o menos como hoy”. Y si es posible y no cuesta mucho, pues que las cosas mejoren. Sobre esto último: en todos los movimientos, aunque quizás más en los de izquierdas, siempre hay corrientes que abogan por una línea más “material”. Que hay que dejarse de feminismo, socialismo, justicia con el Tercer Mundo, derechos LGTBI+ o cualquier cosa que no sean “las condiciones materiales”: la afamada “cesta de la compra” o “el coste de llenar el depósito”. Pero de nuevo, quizás esas condiciones materiales son menos útiles de lo que la gente cree: desgravar 40€ al año por la compra de plantillas terapéuticas (previa presentación del certificado médico en Hacienda) no es una conquista social que arrastre a las gentes a las barricadas, precisamente.
Por supuesto, hay aparatos de propaganda que podrían vender (y han vendido, y venden, y venderán) migajas así como una gran conquista. A veces incluso con éxito. Pero el resultado de fiarlo todo a eso es que los partidos se acaban convirtiendo en rehenes de sus aparatos de propaganda. Y la propaganda suele derivar muy rápido en “bueno, pero los otros son peores, vamos a enumerar sus múltiples fallos, contradicciones e hipocresías”, básicamente porque esa clase de propaganda es la más fácil y barata. En consecuencia, la política se convierte en un espectáculo mediático cada vez más divorciado de la realidad. Que es esencialmente lo que ha venido ocurriendo en las últimas décadas, según la capacidad de cambiar la realidad material -lo que de toda la vida se ha llamado “el poder”- ha abandonado el ámbito de la política y ha pasado a instituciones cuyo control democrático es, por decirlo suavemente, bastante tenue. Ahora, la guerra de Ucrania y la crisis energética parecen estar revitalizando un poco a los gobiernos. Y es que depender de Elon Musk para que el ejército ucraniano pueda usar la red Starlink no es tan gracioso como vende la propaganda de los oligarcas.
Vivimos en una época en que la creencia de que todo puede reducirse a algoritmos se ha vuelto omnipotente. Campos tradicionalmente reservados a la mente humana (pintura y literatura, reconocimiento de patrones, planificación…) están siendo invadidos por la Inteligencia Artificial. No es de extrañar que haya gente que intente usar IAs y Big Data en política. Teniendo acceso al historial de navegación de una persona (o a su Twitter, su Facebook o cualquier otra red social), se pueden deducir sus inclinaciones políticas y sus preocupaciones, y entonces bombardearla con anuncios y noticias hechos a medida para influirla. Los algoritmos no siempre funcionan (a mí me salen muchos anuncios de comida para perros, cremas faciales para señoras de mediana edad, y ocasionalmente funerales para expats, y ninguno de los tres me resulta muy útil), pero mejoran a gran velocidad.
Ante tanto algoritmo y manipulación, quizás necesitemos un “Materialismo en redes y Empiriocriticismo Digital” para recordarnos que la realidad material es perceptible más allá de la pantalla del móvil. Lo que parece seguro es que los tiempos en que un político simplemente se subía a una caja de madera para prometer abaratar “la cesta de la compra” son cosa del pasado.