Se llama Willis Gibson. Tiene trece años, es rubio y usa gafas. Vive en Stillwater, Oklahoma, que en Estados Unidos es el equivalente a cualquier territorio agrícola y pobre del que hayan tenido que emigrar alguna vez los ciudadanos para no pasar hambre, como cuenta John Steinbeck en la extraordinaria Las uvas de la ira. Seguro que aquí en España también se les ocurren territorios así. Willis jugaba el pasado 2 de enero en su habitación de preadolescente sin bigotillo ni acné al Tetris, el juego que creó el ruso Alexey Pajitnov en 1984, cuando los padres del muchacho, quizá, aún no estaban ni planeados. Y tras cerca de 40 minutos de partida retransmitida en directo por YouTube, Willis, que en internet es conocido como Blue Scuti, consigue lo que ningún humano había logrado hasta ahora. Vencer al Tetris y su intrincada y maliciosa red de bloques que caen sin parar. "Peta ya", dice en el vídeo segundos antes de llegar a la pantalla que los diseñadores del juego marcaron como final, porque creyeron que nadie la alcanzaría. "Dios mío", exclamó emocionado, una vez que venció a la máquina. "No siento los dedos", relató.
Willis ha escalado en apenas dos años, los que lleva con el célebre videojuego ruso, una de las cumbres de su sector, la cota que el resto de la humanidad sólo ha visto de lejos. Sabíamos que el Tetris reventaba en un momento dado porque una inteligencia artificial lo demostró, pero ningún humano había tenido la constancia, la pericia o el talento, no sé bien cómo definirlo, para repetirlo. Pienso en él porque, gracias a mi hermano Iván, diez años menor que yo, formo parte de la primera generación que juega a las videoconsolas mejor que sus hijos. En mi caso, los que no tengo, pero ya me entienden. Me obsesiono también con Willis, que todavía está en esa edad en la que los jóvenes aceptan la merienda que les preparan sus padres sin rechistar, porque probablemente demuestra algunas virtudes, como los reflejos, la visión espacial o la inmediata resolución matemática, que los enemigos de las consolas niegan al mayor negocio del ocio y el espectáculo, por encima del cine o la música, de la actualidad. Y vuelvo una y otra vez a él porque, si fuera mi hijo, seguramente me habría generado una sensación de orgullo y fracaso a partes iguales difícil de explicar.
Finalmente, Blue Scuty es para mí una poderosa metáfora. Aún no sé bien de qué. Con trece años ya ha ganado premios en certámenes de Tetris, aunque recalca en los medios locales que para él es solo una afición. También ha declarado su madre, Karin Cox, profesora de Matemáticas, que su hijo tiene pendientes sus tareas, practicar el clarinete y acostarse temprano y que no atiende a los medios porque está en clase. Es decir, es un chaval como tantos, que se hartará de hacer tareas, que acudirá a la escuela en autobús, que estará a punto de enamorarse (y desengañarse) por primera vez y cuya mayor complicación no puede ser otra que sacar buenas notas, elegir qué va a hacer durante las vacaciones, soportar a sus hermanos y tratar de evitar el bullying que le puede caer por empollón y famoso. Y que ya ha hollado la cima de su especialidad. Con solo trece años, deberá ponerse otros retos, mientras le dejen las continuas apariciones en convenciones de jugadores que, seguro, le van a llegar constantemente. Otros empatarán con él, pero nadie, ni siquiera el propio Willis, le ganará. Y por ahí, por la competitividad y la exigencia de la sociedad, llegan muchos más problemas que por estar a los mandos de una consola de videojuegos. Me da la impresión.
@Faroimpostor