Han pasado ya unos compases y todavía muchos se preguntarán en qué clase de inopia cayó Santiago Abascal para dar un golpe sobre la mesa y romper los pactos de gobierno con el PP en todas las Comunidades Autónomas. Ese movimiento alevoso y con nocturnidad (aunque algunos en Génova se lo olían desde hace tiempo) realizado en período estival cuando todo el mundo está más pendiente de terminarse el helado antes de que se le derrita que de la política nacional, permite a los de Vox tomar posiciones para lo que viene, replegarse, construir sus propios campamentos tras haber desertado de sus alianzas y rivalizar con sus antiguos socios en el frente de la batalla dialéctica.
En la formación conservadora buscaban lo que debieron hacer otras formaciones nuevas que perecieron víctimas de la pompa del poder: ahogar desde la oposición a la fuerza hegemónica en lugar de darle oxígeno con coaliciones de gobierno caníbales. Ya vimos cómo Ciudadanos pasó a mejor vida por convertirse en telonero del PP, o como otros casos supranacionales han terminado con la formación minoritaria absorbida por la dominante; siempre me acuerdo de cómo los ahora resucitados Liberal Demócratas británicos perecieron ante la avalancha de David Cameron en 2014 tras haber gobernado con él en 2010. Vox tiene más posibilidades de sobrevivir como partido trasvasando la pecera popular que permaneciendo en ella; el pez más grande le terminará devorando. Abascal quiere encontrar el perfil propio en el que otros no pudieron acomodarse en el tándem societario.
Ahora que empieza otra vez el curso político y nuestros dirigentes estrenan agenda y cuadernos nuevos (se puede oler el papel recién amasado en la fábrica) es momento de preguntarse cómo se comportará el nuevo paradigma político tras el divorcio de conveniencia de Vox. Mientras en algunas comunidades como Castilla y León la ruptura ha supuesto una liberación para un Juan García Gallardo que decía lo que le venía en gana y un Alfonso Fernández Mañueco que tenía que racionar el agua de los incendios forestales para apagar los que encendía su socio de gobierno, en la Comunitat Valenciana, Vicente Barrera todavía sigue digiriendo la cornada sentimental de conveniencia que le ha pegado su jefe orgánico; si Alice Campello da tumbos por Madrid diciendo "Álvaro, Álvaro, Álvaro", el ex vicepresidente valenciano camina por los márgenes del Turia entonando "Carlos, Carlos, Carlos". Ya expresé la alegría que me producía el romanticismo de la foto entre el president de la Comunitat y su ex escudero, pero se deben poner los límites para que la oposición constructiva no se convierta en un compadreo entre colegas con nula eficacia política. Si en territorios como Baleares o Castilla y León la dureza dialéctica está hilvanada por los desencuentros pasados, la situación valenciana de la formación conservadora con muchos de sus líderes como Ignacio Gil Lázaro con ADN del PP hace presagiar que la cancelación del pacto de no agresión podría ser nulo en nuestros fueros. Puede ser quizá una oportunidad para hacer una renovación en las filas derechistas.