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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR  

Esto no es música

2/02/2020 - 

VALÈNCIA. Tengo esta inocente creencia de que la cultura sirve para hacernos mejores personas. Pienso que leer, ver cine o teatro, contemplar un cuadro, son actividades que alimentan nuestro espíritu y también nos llevan a hacernos preguntas sobre lo que nos rodea y sobre nosotros mismos, para ayudarnos quizá a ser mejores personas. Suena cursi y todo, ¿verdad? Es por eso que también pienso que saberse de memoria pasajes de Borges, poemas de Lorca, diálogos de Scorsese o letras de Dylan es estéril si al final no eres capaz de reflexionar y hacer mejoras internas. Además, ser un artista o un intelectual no te exime de ser un ser humano infame, o de cometer algún error irreparable. En mi juventud creía también que escuchar rock te proporcionaba altura intelectual y espiritual. Si te gustaban  Lou Reed, Talking Heads o PJ Harvey por narices tenías que ser más sensible, más demócrata, más moderno. Y no era cierto, ni entonces ni ahora.

La música pop (ese gran contenedor de tres letras que engloba el rock, el reggae, el trap, el techno… vamos, todas las formas de música popular) puede ayudarnos a pensar, ayudarnos a ver algo que de otra manera no hubiésemos visto. Puede, por ejemplo, proporcionarle referentes femeninos a las niñas y las jovencitas, o animar a un chico a construir su propia personalidad dejos de los modelos convencionales. La música pop transmite mensajes muy poderosos con suma facilidad y puede generar revoluciones individuales, que son la raíz primordial para que cualquier revolución global pueda ser viable. La música pop es Patti Smith mirando con chulería a la cámara de Mapplethorpe y diciéndole al espectador que aquí está ella, vestida y peinada como le da la gana, sin maquillar, dispuesta a reescribir el rol femenino en la música. La música pop es el lamento amplificado de Nirvana haciendo ver a millones de personas que ser el raro de la clase no es una tara, es una condición del alma.

Nos hacemos viejos pero la música pop, que es una manifestación cultural que surge siempre para -sin excluir a nadie-, hablarle antes que nadie a los adolescentes y a los jóvenes, sigue su evolución. Esto es así desde Elvis, desde los Beatles, desde Bowie y Adam & The Ants, desde Oasis o Arctic Monkeys. Pero los años pasan y perdemos el interés en lo nuevo. Nos sentimos agredidos por los artistas y sonidos de última hornada. Puede que sea porque nos quedan lejanos. Pero también nos da rabia descubrir que ya no somos jóvenes porque los códigos que manejan éstos, o bien nos parecen manidos o bien nos resultan completamente ajenos. No somos los receptores de esa música que las chicas y los chicos bailan ahora, con sus atuendos y sus rituales, ante nuestros desconfiados ojos. Los admiradores de Sinatra pensaron lo mismo cuando Elvis salió en televisión. ¿Qué fue del decoro? ¿Por qué habéis matado al estilo?, debieron preguntarse millones de personas que al contemplar aquella invasión ya no eran jóvenes. Y esos mismos admiradores de Elvis rechazaron unos años después la llegada de los Beatles, que llevaban el pelo largo como si fueran mujeres y además berreaban. Los amantes del jazz pensaban que la música pop era tonta y superficial, pero fue la música pop, con el rock & roll a la cabeza, la que le arrebató al jazz su hegemonía cultural en el terreno de la música popular. Al rock hace mucho tiempo que le ocurrió lo mismo. Fue un código fuente de la cultura pop, pero ahora solamente es otro más. No tiene sentido juzgar el presente desde los parámetros de los años setenta o noventa. Esos parámetros que dictaminan lo que está bien o está mal en base a ese aborrecible concepto llamado autenticidad. Para los fans de Sinatra o Miles Davis seguramente no podía existir nada menos auténtico que los Beatles. Éstos, sin embargo, en menos de siete años contribuyeron a que el mundo cambiara. ¿Realmente eran poco auténticos? ¿Lo eran los Sex Pistols porque vinieron al mundo como aquel que dice en una tienda de ropa? Lo que lograron es patrimonio de muy pocos artistas.

Valorar la credibilidad de un artista según clisés obsoletos no tiene sentido. Y sin embargo, son los argumentos de los que parten reacciones furibundas y enconadas  que se propagan por las redes sociales como un veneno. Lo hemos visto –y lo seguiremos viendo – con Rosalía, que entre otras cosas es la artista española con la proyección internacional más grande que ha habido jamás. Ahora lo estamos viendo también con Billie Eilish, una vez se ha constatado que ha sido una de las artistas clave –para mí la artista clave- de 2019. Su disco es soporífero. Es una niñata. Lo que hace no es música. Es famosa únicamente porque hay dinero de multinacional detrás. Lleva el pelo verde. Y la más socorrida: es un producto de marketing. Esto se dice en unas redes de comunicación cuya única finalidad es que todos desarrollemos campañas de marketing en torno a nosotros mismos. Enseñando el aperitivo que nos vamos a tomar, contando nuestras cosas, fotografiando el libro que vamos a leer. Pero cuando se trata de cultura, el marketing es Satanás porque convence a los tontos de que algo malo es bueno. Como Rosalía, mismamente. Queda descartada la posibilidad de que lo que haga Billie Eilish tenga calidad; la opción que un ejército de adolescentes abrace porque directamente les habla a ellos, eso no, eso no podemos aceptarlo. Juzgamos a una artista de 18 años como si nosotros aún tuviéramos esa edad. La criticamos como si a nuestros artistas favoritos como si todos ellos hubiesen sido siempre ajenos al dinero capitalista, no los hubiera difundido también, de una u otra manera, el dichoso marketing. Un marketing que, desde hace mucho, y cada vez más, también está en manos de artistas ambiciosos que saben cómo captar la atención de la gente a través de YouTube o la plataforma más pertinente, sin esperar a que venga a descubrirles ninguna discográfica o el crítico de turno.

Un crítico musical como yo, de mediana edad y educado en lo sacrosantos valores del rock & roll, no debería proclamar que disfruta con artistas como Eilish o Rosalía. Y esa es precisamente la razón por la cual insisto en ello, aunque algunos me consideren un traidor, un tipo con gustos caducos, un vendido al dinero de las discográficas (otro concepto tan antiguo que cabría revisar con urgencia). No me quiero hacer el joven ni el moderno ni el transgresor. Sólo quiero ejercitar la capacidad para disfrutar de las cosas sin prejuicios. Sólo quiero que me sirva de algo toda esa cultura que durante años he consumido y de la que tanto presumo. Estar abierto a lo nuevo sin dejar de ser consecuente con el individuo que soy. Y no detestar las cosas únicamente porque las uñas o el pelo de una artista no me convencen. Llevo años tragándome los pelos, las cazadoras y las posturitas de un montón de tipos que me parecen unos plastas, empezando por Axl Rose y Slash, que no puedo con ellos, ni con el culotte blanco de uno ni con la chistera del otro. Así que me alegro enormemente de que exista Billie Eilish. Y me alegro de ser capaz de disfrutarla y de ver en ella un talento que, con dinero detrás o sin él, es real.

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