Diversos cambalaches del destino y una amiga con un bono regalo para cinco personas me llevan a escribir estas líneas desde un apartamento de Marina d’Or - Ciudad de Vacaciones. A mí, que el costumbrismo kitsch me pirra y considero Benidorm el lugar más feliz de la Tierra, pasar unos días en este enclave megalómano y decadente me parecía un planazo. Y como me mareo en el mar, probablemente eso sea lo más cerca que vaya a estar de vivir desde dentro el reportaje sobre cruceros de lujo Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de Foster Wallace; relato con el que gocé como un gorrino en un barrizal.
Y, efectivamente, mis expectativas no se están viendo defraudadas. En las pocas jornadas que llevo aquí estoy gozando con la fantasía de cartón piedra que me rodea. Falsas grutas y sauces ornamentales, mosaicos con motivos marineros, imitaciones chuscas de los frescos de la Capilla Sixtina, plantas de plástico, mármoles a gogó, estatuas griegas sacadas de un catálogo de mobiliario de jardín y neones hasta donde alcanza la vista. ¿Acaso he muerto y estoy en el cielo?
Como alumna aplicada que soy, me estoy esforzando por exprimir la experiencia al máximo. He perpetrado inenarrables mezclas gastronómicas en el buffet libre: ¿era necesario cenar perrito caliente, dorada, brócoli rebozado y patatas fritas o desayunar huevo frito, tortitas y piña? Pues claro que no, pero go big or go home. Digna nieta de mi iaia y digna hija de mi madre, me he llevado de contrabando un sandwich, un huevo duro y un kiwi. Porque si algún legado corre por mis venas es el de echarme comida gratis al bolso (de hecho, el 80% de mi motivación para estudiar periodismo era alimentarme con los caterings de los saraos, pero primero con la crisis económica y luego con el coronavirus, apenas he podido escamotear unos pocos canapés en una década de profesión). Me he hecho fotos con Dorita la tortuga, una de las entrañables mascotas del lugar que amenizan con su presencia a los visitantes. He tomado un mojito de fresa con una sombrillita y un caballito de mar de pvc mientras sonaba Rauw Alejandro (referencia que incluyo para fingir una juventud de la que carezco). He disfrutado de una playa otoñal vacía (dios bendiga la temporada baja). Tras estudiar minuciosamente el catálogo de actividades del balneario, he seleccionado un baño de pomelos y una ducha nebulizada, sean un baño de pomelos y una ducha nebulizada lo que sean. He paseado por las calles fantasmales de este no lugar repleto de apartamentos vacíos y comercios dedicados a los souvenirs y las chanclas. Tengo un ránking de los imanes de nevera más horteras con los que obsequiar a mis seres queridos. He visto a un pavo real paseando por la terraza de un pub. Y estoy ultimando los detalles del plan para sustraer un albornoz del spa.
Total, que aquí estaba yo, dispuesta a dejarme llevar por el suave murmullo vacacional. Deseando poner en pausa el estrés y el cansancio gracias a unos días de encefalograma plano y piscina de burbujas. Pero apenas me había maravillado unos minutos con los oropeles y el alumbrado de perenne Feria de abril cuando ¡zasca! la conciencia social tenía que venir a reventarme el fin de semana. No tanto porque el escenario concreto sea Marina d’Or, sino por el modelo productivo, económico, social y lúdico que representa. A poco que una esté al tanto de las condiciones laborales de los grandes complejos turísticos, resulta inevitable empezar a preguntarse por las tramoyas de estos teatros del ocio para toda la familia. Especialmente si ha frecuentado reportajes como este y este de El Salto.
Y por muy divertido que sea la idea de tomar cuatro postres misteriosos de cena entre tanto atrezo distópico, es difícil no preguntarse cuántas horas extra llevará encima la camarera que, visiblemente agotada, te ha indicado antes dónde estaba el kétchup. ¿Qué tipo de contrato tendrá? ¿Los larguísimos turnos del comedor le están generando dolores de espalda igual que mis interminables jornadas de chupatintas freelance me las están generando a mí? ¿Qué porcentaje de su sueldo destina al alquiler? ¿Mi precariedad y la suya se mueven en la misma gama cromática? ¿Qué convenio tiene el señor que habita bajo el disfraz de Dorita la tortuga? ¿Le da el sueldo para pagarse un fisio? ¿Las camareras de piso están sindicadas? ¿A cuánto se paga la cama hecha? ¿Ellas también llevan tres meses intentando encontrar un hueco para arreglar la cisterna de casa que gotea, pero no les da la vida porque llegan derrengadas del trabajo? ¿Es sostenible este perímetro urbanístico o me estoy alojando en una bomba medioambiental? ¿Cómo ha afectado al paisaje y a la población local? ¿En qué condiciones han sido cultivados los tomates de las 35 ensaladas a tu disposición en cada comida? ¿Dónde dormían las temporeras que han hecho posible la macedonia?
En este sistema que premia la vivencia individual, el triunfo en singular, la trampa de la supuesta meritocracia, parece que, al ponerse el gorro de cliente, hay quien abandona su vida de currito explotado y se arroga el derecho de interpretar el papel del consumidor exigente e implacable. Ese que lleva puesta la camiseta de ‘Quiero hablar con el encargado’. Un día ejecuta el rol de subalterno servil y otro el de pequeño dictadorzuelo imbuido de un ‘Quien paga manda’. Por algo es una verdad universalmente conocida que se puede descubrir la verdadera naturaleza de un ser humano viendo como trata a los camareros y las becarias.
Me encuentro zambullida, pues, en un festival de contradicciones sin solución de continuidad. Por un lado, estar continuamente fiscalizando la realidad que te rodea es agotador. Por otro, resulta muy hipócrita lamentar opresiones en el día a día, pero meterlas en una cajita cuando te conviene para que no interfieran en tu sabroso dolce far niente. ¿Dónde está la línea que separa ser consecuente con tus creencias y obsesionarse con una ortodoxia intransigente? ¿Este fin de semana de descanso y relajación está contribuyendo a engrasar la maquinaria del capitalismo salvaje triturador de vidas? Siempre he creído que una dosis de frivolidad es imprescindible para mantenerse humano, que la ligereza nos ayuda a tomar perspectiva, a explorar nuevas formas de ver y sentir. ¿Pero dónde acaba la frivolidad y empieza la inconsistencia?
¡Que entre la siguiente derivada! Criticar los modelos de ocio masivo y barato solo por ser masivos y baratos es de un clasismo sideral, pero como trabajadora precaria que soy, recurrir a formas de evasión que se sustentan sobre otras precariedades supone seguir alimentando a la bestia. Flotando en este éter de actividades lúdicas, con el consumo como anestésico y la satisfacción inmediata en cada esquina, parece que esté fuera de lugar preguntarse si se respetan los tiempos de descanso del personal. Y precisamente por ello, no puedo evitar pensar que es el contexto en el que más importante es plantearse estos interrogantes. Saber a costa de qué podemos desconectar durante un rato de nuestra rueda de hámster asalariado.
Total, que en este debate interno entre deleitarme con los neones y sentirme culpable por estar contribuyendo a un sistema diabólico me muevo. Si esperabais alguna conclusión sesuda sobre modelos de ocio sostenible y conciencia de clase, os informo de que no tengo ninguna. “No nos quedan grandes revelaciones, niño, solo dudas y ansiedad”. Pero, oye, en vez de amargar el viaje a mis amigas con estas disquisiciones, os amargo el día a vosotros, incautos lectores de Valencia Plaza. ¡Y encima me pagan por ello! Ahora, si me disculpáis, tengo un albornoz que robar.