El Gobierno autonómico que preside Carlos Mazón ha consumado una de sus promesas electorales: la supresión del impuesto sobre las herencias, “el impuesto a la muerte”, y donaciones, asunto por el que las arcas autonómicas dejarán de ingresar entre 350 y 400 millones de euros. No sé si eso es mucho o poco en el contexto del montante global de más de 28.000 millones, que es la cifra que se ratificó en las últimas cuentas, con el Gobierno del Botànic. Y en el contexto de una inflación de cargos, empresas públicas y algunos organismos autonómicos realmente bisoños. La izquierda al alimón, PSPV-PSOE y Compromís, se ha tirado al degüello poniendo todo tipo de comparaciones: con ese importe se pueden contratar 2.000 médicos; o construir 17 centros educativos, o... La CEV, presidida por Salvador Navarro, ha reclamado incluso que sobrinos y “empleados clave” puedan beneficiarse de la medida. Estirando el chicle.
Yo me pongo en el pellejo de una persona que empezó de la nada y a lo largo de décadas ha construido un pequeño patrimonio a base de trabajar duro. Pongamos como ejemplo a los autónomos, los negocios familiares o las profesiones liberales. Un piso en la ciudad, un apartamento en la playa, una casita rural en un pueblo. Y me pongo también en la piel del trallazo que tienen que pagar los herederos: algunos incluso no se pueden permitir pagar el dichoso impuesto porque su proyecto vital y económico se ha ido al traste; o porque la vida les ha ido mal y se han convertido en despojos. La consellera de Hacienda, Ruth Merino, ya especificaba en la presentación del ante-proyecto de ley que unas 5.000 personas al año renuncian a las herencias por imposibilidad de afrontar los gastos derivados.
No sé si si la supresión del dichoso impuesto se podía haber hecho escalonado, en función de la valoración de los patrimonios (y las donaciones). Lo que sí detecto es una nueva fobia (muy enrabietada) contra los ricos. Una fobia jacobina. Fobia y furia. Lo comprobé esta misma semana en la tertulia política de la SER en Alicante que dirige Carlos Arcaya. Al degüello mis “compis” de coloquio; una del PSOE y otro de Compromís, funcionarios ambos con sueldo (más que aceptable) asegurado. Y sin matices: obviando las amplias capas de clase media que, afortunadamente, quedan en España. Como si todos fueran/fuéramos pobres de solemnidad o lumpen proletariado. Como si solo existieran los 100 empresarios más ricos del país del listado de Forbes: de Amancio Ortega a Adolfo Útor, pasado por Juan Roig y Hortensia Herrero por citar ejemplos de proximidad. Y Fernando Roig. Todo blanco o negro, sin matices.
Yo no tengo envidia de los ricos siempre que se cumplan dos premisas básicas: que hayan construido su patrimonio de forma legal y ética (no con el narcotráfico o vendiendo exclusivas al Hola); y dos, creando empleo digno y con respeto (mucho) a los trabajadores. Falta una tercera premisa: la conciencia, real, de la responsabilidad social corporativa, como la tienen los que he citado. Para algunas personas y personajes de la izquierda la situación ideal es que todos fuéramos funcionarios de Estado...Y que trabaje Rita la Cantaora. Hiperbolizo, no me queda otra.
Tuve el privilegio de escuchar este pasado viernes a Daniel Innerarity en Casa del Mediterráneo a propósito de su último libro, La libertad democrática, un acto presentado por Manuel Alcaraz (Compromís) a quien leo todos los domingos en Información. El insigne filósofo y politólogo alertó de los excesos de “hipermoralización” de los políticos, de las categorías “muy rotundas”, y de los “excesos de dramatización”, como cuando en una obra de teatro un actor asesina a otro ¡es ficción¡). Innerarity, comprometido con la izquierda, se dirige a diestra y siniestra: por eso se jacta de hablar con casi todos, incluido Emmanuel Macron, con quien compartió pupitre en La Sorbona: “Vivir en sociedad implica aceptar un mínimo de transacciones entre contrarios”. Toda una lección de sensatez y un alegato contra la crispación (más o menos fingida en su criterio). Ojalá se aplicaran el cuento los unos, los otros, y los de más allá. Con echar espuma por la boca contra los ricos, sin ningún tipo de matiz, a boleo, triunfa el teatro dramático y pierde la inteligencia.