Se escribió hace mucho tiempo, pero en lo esencial, las cosas no han cambiado mucho: el foco de atención sigue del lado del interés y el dolor depende de quién escriba la crónica
VALÈNCIA. Si uno mira la humanidad en perspectiva —digamos, universal, cósmica—, lo cierto es que somos bien poco. Es lógico que cuanto más sepamos del entorno incomprensible en que vivimos, asumamos, aunque no seamos conscientes de ello, cierta indiferencia respecto al otro. En público lo negaremos siempre, pero, ¿es realmente tan extraño pensar que pese a la supercomunicación —seguramente por culpa de ella—, no solo no estamos saliendo mejores, sino que nuestra preocupación sea solo una apariencia, una pose con menos peso que otras asfixias producto del sentirnos superados, a la deriva y sin solución? Quizás esta sensación sea solo una apreciación o reflexión personal, pero pese a todas las distopías que se escriben —el concepto lleva gastado ya varios años—, la emoción no parece muy profunda. Tiene sentido: el mal de la información en tiempo real es como un torrente que nos saca inopinadamente de casa por una ventana y nos obliga a sacar a relucir nuestro instinto más primario: la supervivencia.
Pasan muchas cosas a cada minuto, como siempre ha ocurrido, pero ahora somos conscientes de ello. Los temas candentes en Twitter duran lo que tarda uno en actualizar. Ahora es una figura política cuyo arco argumental se ha comprimido hasta un desenlace lamentable en escasas semanas, en unos minutos es el nuevo parte de guerra y la amenaza del apocalipsis chernobiliano, en una hora, un juicio muy mediático, y no mucho después, una retirada del deporte de última hora. Todo es última hora, pero nosotros seguimos existiendo en un universo que según sabemos, se expande de un modo inconcebible. Surgen las creencias ciegas en fes absurdas porque nos resistimos a dejarnos llevar: tiene que haber algo más, una verdad a la que asirse. Quién sabe. Pero el dolor, por mucho que seamos menos que polvo en el contexto, es muy auténtico. Al final, el ser humano sigue haciendo lo de siempre, y es mucho más fácil digerir lo que nos cuentan que enfrentarse a una realidad muy compleja y a un océano de desinformación en el que lo más probable es naufragar.
Tolstói, un señor ruso que puso la ruseidad en la picota en una época en la que había más tiempo para reflexionar, escribió una novela que comenzaba consigo mismo contemplando un cardo malherido por la rueda de un carro, y esa imagen le llevó a documentarse exhaustivamente y con un poco de imaginación, reconstruir la historia de un héroe del Cáucaso cuya calavera se expone ahora mismo en un museo de San Petersburgo, en la Rusia a la que combatió ferozmente hasta cambiarse de bando para obtener apoyo para vencer a un enemigo doméstico. Este personaje, no de leyenda sino muy real, fue Hadyi Murad, oriundo de las montañas caucásicas hogar de los chechenos, de los ávaros, y de tantos otros pueblos montañeses condenados a vivir en el cruce de caminos de enormes imperios expansionistas. Tolstói escribió y publicó su historia homónima a principios del siglo pasado, que mucho después, en un lejanísimo dos mil veintidós que no habría podido soñar, podemos encontrar en el catálogo de Alianza Editorial con traducción de Juan López-Morillas, conviviendo en un mismo libro con otra obra excepcional —siendo justos, mucho más trascendental—, como es La muerte de Ivan Ilich, uno de los mejores textos que uno puede leer sobre la naturaleza prosaica del desaparecer, y también uno de los mejores relatos de la literatura universal. Pero hoy estamos con Hadyi Murad, porque aunque parezca que las décadas y los siglos se suceden rápido, y la historia avanza y el progreso nos vuelve irreconocibles a un hipotético viajero del pasado, lo cierto es que en lo esencial, todo sigue más o menos igual. La historia de Tolstói recoge la vida de un guerrero humilde en su magnificencia regional que luchó denodadamente contra una nación decidida a fagocitar su mundo. En las páginas de Hadyi Murad, Tolstói demuestra que uno puede salir de su carcasa cultural para empatizar con quien le odia si piensa que debe tener razón. En nuestro presente de bandos rocosos, esto no es algo muy habitual. En su pasado, tampoco mucho. Pero él lo hizo, y su historia, crítica en extremo con lo peor de su nación, llegó, no sin dificultades, hasta el presente.
En nuestro presente se da la circunstancia de que el Cáucaso, esa zona fronteriza entre la vieja Europa cogida con pinzas y el Este superviviente que se funde con Asia interminable, sigue sangrando constantemente por las guerras patrocinadas por los imperios. El cardo, planta resistente hasta lo indecible, sigue soportando los envites del carro, que ahora es un dron inhumano. Aunque poco importe en comparación con el deceso de una monarca secular y una guerra terrible producto de una invasión —en efecto, la actualidad no es muy diferente a la de Tolstói—, Azerbaiyán ha vuelto a atacar la nación caucásica y milenaria que es Armenia, que ya existía en la época de Hadyi Murad, vecino que perfectamente habría entendido el dolor de las bombas y de la indiferencia mundial. Armenia no tiene, por desgracia, ningún altavoz tolstoiano que cuente al mundo su verdad. Los medios hablan de enfrentamientos y hostilidades, y todos nos mostramos deeply concerned, la marca de la casa europea.
Sin embargo, eso no es verdad. No son enfrentamientos que se reanudan: Azerbaiyán está atacando Armenia. No los territorios armenios en disputa de Nagorno Karabaj —una complicación cómoda que nos ayuda a mirar de perfil—. Las bombas están cayendo en un territorio soberano al que nadie parece dispuesto a ayudar. El rebelde Hadyi Murad, cuya calavera extraída de su cabeza cercenada en la espesura de las cañas de un río acumula polvo en una vitrina de un museo de sus enemigos, seguramente no se sorprendería en exceso. Su tierra no es relevante. Ahora lo es menos, porque no tiene demasiado que ofrecer en el mercado anfetamínico que lo rige todo. Leer Hadyi Murad es leer una obra maestra de un genio que supo ir más allá de la verdad nacional. Pero también es leer lo que uno echa de menos leer acerca del mismo escenario algunas generaciones después. Tomar distancia del leviatán de la propaganda y del marketing omnipresentes es un acto heroico hoy en día. Los Hadyi Murads de hoy lo tienen muy difícil: además de con y contra armas de fuego, tienen que luchar a brazo partido contra armas de palabras. ¿Nos ha vencido la maquinaria algorítmica de la verdad oficial de la geopolítica? El universo es vastísimo, pero el dolor individual también. Lo uno es tan real como lo otro, con la salvedad de que lo primero no podemos entenderlo, pero lo segundo sí.
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