Abro internet y leo consternado lo que está sucediendo en las ciudades y pueblos de Israel. No hay consuelo para tanto horror. Ni siquiera las palabras de Lucrecio pueden mitigarlo: "A tales crímenes pudo inducir la superstición". Sólo el más cruel de los fanatismos puede ayudar a entender ese imperativo que se repite, una y mil veces, en las calles de medio mundo: "¡Matadlos! ¡Degolladlos!" Es el grito de la intransigencia. Es el grito del terror. Su milenaria existencia nos lo recuerda. Ante esa cólera del mal no importa la edad, el sexo o las creencias religiosas. Ninguna vida cuenta para estos verdugos de la ira. En sus vacías mentes sólo impera el hipnótico culto de la devastación. ¿En nombre de qué Dios o de qué pueblo se puede degollar a un inocente, asesinar a una madre embarazada, a un niño o a un anciano? No hay respuesta posible. No puede haberla porque Dios no es el dios del horror. Es memoria y es frontera. Memoria de lo que somos y debemos ser. Frontera para esa violencia que nos destruye y nos envilece. Una verdad que no espero que comprendan estos asesinos sin conciencia. Como tampoco confío que la comprendan quienes repudian u odian al Estado de Israel. Pero es la verdad que siento y a la que me aferro. Es la verdad que me enseña a comprender que la barbarie, como el rostro gélido de la calumnia, siempre está al acecho. Una verdad que me recuerda que "la victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los que razonan". No se equivocaba Bertolt Brecht: la razón, como la lógica, necesita de cauces propicios y de espacios abiertos para desenredar la amplia madeja con la que se teje la ira y el terror que esta genera.
La Historia nos enseña que el áspero veneno del terror siempre ha existido. Hechos delictivos, víctimas y holocaustos los ha habido y los habrá. Nadie puede dudarlo. A los historiadores les incumbe analizar el pasado, a nosotros, meros mortales, el presente. Este deja una huella y una ignominia imborrable: un asesinato en masa que muchos no quieren valorar o reconocer. Si lo hicieran tendrían dificultad en negar que el terror conduce al escarnio, a la persecución, al sufrimiento y a la pérdida de la vida humana. Si lo hicieran tal vez asumirían que el terrorismo es el medio propicio para verter el odio sobre un enemigo buscado y nunca respetado. Nada que la vida no nos haya enseñado. Nada que el pueblo judío no haya vivido o padecido.
El exterminio cometido por el grupo terrorista Hamás nos ha abierto, de nuevo, las puertas de horror, y lo que es aún peor: nos ha dejado el relato de una masacre ciega e inútil, imágenes que guardaremos en la retina y en el corazón. Niños degollados sin piedad alguna. Mujeres mutiladas y asesinadas. Centenares de muertos esparcidos por las calles y las aldeas. Un número indeterminado de secuestrados. Vidas despojadas de sus familiares. Madres ardiendo de dolor al ver los cuerpos de sus hijos entre ríos de sangre. Llanto y desolación es la bandera con la que se cubre el pueblo del Libro Sagrado. Muy otra es la bandera ensangrentada que esgrime Hamás. En ella están escritos los nombres de los hijos caídos por Israel. Esa es su vergüenza y su eterno descrédito. La nuestra, banalizar el mal.
De este mal muere parte de nuestra clase política. Un mal del que no está exenta la sociedad civil. Pero dejemos que los hechos hablen por sí solos. Dejemos que las palabras revelen quién posee un espíritu capaz de cruzar la espesa línea del deshonor, el que se origina cuando a los cientos y cientos de asesinados se les llama, con nocturnidad y alevosía, fallecidos. ¡NO! Son hombres, mujeres, ancianos y niños que han sido ejecutados vilmente. Sin protección ninguna. Sin causa alguna. El odio es la causa. La venganza, su mayor justificación. La que esgrimen todos los fanáticos. La nuestra es la de coger el papel y la pluma para reivindicar que ante el cruel asesinato de madres embarazadas y de recién nacidos quemados vivos no cabe la equidistancia, solo el bochorno de ser cómplice del silencio, del miedo y de una complacencia tan mezquina e inhumana que provoca náuseas. ¿Dónde están las banderas en honor a los asesinados en Israel? ¿Dónde los eslóganes "Yo soy Israel"? ¿En qué se diferencia esta masacre sin precedentes con el atentado de la sala Bataclán de París? ¿Dónde están los colectivos en defensa de las mujeres y madres asesinadas? ¿A ellas no les es predicable el "Yo sí te creo, hermana"? Os lo diré sin rodeo alguno: para algunos partidos y organizaciones la sangre del pueblo judío puede ser ultrajada, pisoteada y derramada, porque, como se decía en el País Vasco durante los años de plomo, "algo habrán hecho". En efecto, algo han hecho: subsistir y convertirse en el único estado democrático del Oriente Medio, el único que permite que una mujer no sea violentada ni un homoxesual ultrajado. Un estado asediado desde el día en que la ONU aprobó, el 14 de mayo de 1948, la creación de dos estados, uno árabe y otro judío, sobre la antigua Palestina otomana, un hecho que fue calificado por Josep Pla como "uno de los fenómenos más extraordinarios de la historia". Lo fue porque un pueblo que había sido masacrado durante la II Guerra Mundial volvía a sus raíces milenarias más sagradas, a las que tenía derecho por Historia, por religión y por humanidad. No así para una parte del mundo que, en su antisemitismo, llegó a crear el esperpéntico término de "fascismo sionista"; un odio que les impide condenar la Carta fundacional de Hamás (1988). En ella se puede leer una declaración tan elocuente como extremecedora: "Israel existirá y continuará existiendo hasta que el Islam lo destruya, de la misma manera que ha destruido a otros en el pasado […] El Día del Juicio no llegará hasta que los musulmanes no luchen contra los judíos y les den muerte. Entonces, los judíos se esconderán detrás de las rocas y los árboles, y los árboles gritarán: ¡Oh musulmán, un judío se esconde detrás de mí, ven a matarlo!". Como ven, toda una declaración de amables intenciones que bien hubiera podido suscribir, en su eterna candidez, El Principito.
Viendo la realidad de nuestro laberinto hispánico, contemplo cómo nuestro loable gobierno en funciones nos sigue dando impagables muestras de una curiosa combinación entre Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Nunca sabes quién contradecirá a quién. Solo tenemos certeza de una cosa: que jamás nos dirán la verdad. ¿Nunca? Nunca. ¿Ni siquiera en este desgarrador genocidio? Ni siquiera. ¿Exageramos? Vayamos a los hechos. Estos nos llevan a recordar la reflexión que vertió Octavio Paz sobre Fernando Pessoa: "Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía". Una biografía que, en el ámbito que nos ocupa, se reduce a desdibujar un crimen sin paliativo alguno: el crimen contra el pueblo de la Ley y de la Escritura, el pueblo que ha visto sus calles llenas de cadáveres, a sus hijos secuestrados y a sus niños decapitados. Pero, para parte del gobierno, solo eran "fallecidos", no asesinados. Mi padre y mi madre fallecieron en un hospital. No fueron asesinados por terroristas. ¿Cómo pueden decir que un niño al que acaban de degollar es un fallecido? ¿Cómo pueden minimizar el asesinato de mil personas? ¿Cómo pueden minimizar que miles de judíos estén gravemente heridos o secuestrados por quienes desconocen lo que significa el valor de la vida humana?¿Cómo pueden minimizarlo cuando saben que Hamás nunca buscará el diálogo, solo la aniquilación del Estado de Israel? ¿Cómo pueden minimizarlo cuándo saben que las heridas no cicatrizarán en un pueblo agredido? ¿Cómo pueden afirmar que una compatriota asesinada ha fallecido? ¿De qué han fallecido, de malaria, de escorbuto, de COVID, de paludismo o de la mano asesina de un miembro de Hamás? ¿Tan difícil les resulta decir la verdad, aunque sea por equivocación? Para algunos miembros de este gobierno, y para no pocos medios de comunicación, así es.
Ayer, la extrema izquierda blanqueba a ETA. Hoy, el insigne secretario general del PCE (aún existe) y diputado por Sumar, Enrique Santiago, afirma: "No sabemos lo que es un grupo terrorista". Le pregunto:¿qué supone para ti el asesinato de más de 100 personas en el kibutz Beeri, entre las que se hallaban recién nacidos quemados vivos, y no pocos de ellos sus pequeñas cabezas diseccionadas? ¿Si esos actos no son fruto del terrorismo, de qué son? Cuando la muerte provoca indiferencia, la ilógica de la sinrazón se impone siempre. La esgrime la extrema izquierda de Sumar. Un ejemplo, entre muchos. La líder de Más Madrid, médico por más señas, en un acto de pura solidaridad con el juramento hipocrático, decide, ¡cómo no!, boicotear el minuto de silencio por los cientos de asesinados. VIDAS, TODAS, INOCENTES. Eso sí, luego van de feministas, de ecologistas, de progresistas y de pacifistas, lo que es el mismo: van con los ecopacifistas de Hamás.
Los años nos enseñan que lo sencillo es no mirar, no alzar la voz, no contradecir el tenor del poder. Relativizarlo todo. Callar siempre. Pero también nos enseñan que cuando dejamos que las persianas sigan bajadas, debemos saber, con Borges, que "se cierne sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima". Víctimas de nuestra propia cobardía. Y la cobardía, tarde o temprano, se paga. Ya lo creo que se paga. Se paga con la amarga vileza que deja el deshonor.
Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano