Siempre he pensado que la madurez de una sociedad viene dada, en gran medida, por el cumplimiento de sus obligaciones fiscales. Un cumplimiento que trasciende el temor a las sanciones para convertirse en manifestación de civismo, en la asunción de que todo Estado precisa de recursos para asumir sus funciones: las que se expresan en la Constitución y su posterior concreción política, obtenida mediante procesos democráticos.
Y, también, siempre he pensado que, tras el sistema fiscal progresivo fijado por la Carta Magna, late el anhelo de solidaridad que hace mejores convivientes a los pueblos de las Españas: un vínculo de cohesión que forja la fortaleza de sus ciudadanos y estimula su empatía más allá de las diferencias propias de una sociedad plural.
Pensando en la responsabilidad fiscal desde otro ángulo, cabe recordar que cien de las mayores fortunas de EEUU se dirigieran al presidente Bush hijo para pedirle que no redujera el impuesto americano sobre sucesiones. De hacerlo, señalaban, los herederos, -incluidos los suyos-, pasarían a ser riquísimos sin haber realizado esfuerzo alguno. En segundo lugar, se intensificaría la concentración del poder económico, reduciendo la posibilidad de que los nuevos emprendedores encontraran mercado suficiente para el desarrollo de sus proyectos. Argumentos estrictamente liberales que consideraban propio de la economía de mercado el mayor grado de competencia para que las nuevas empresas pudieran sobrevivir sin ser borradas del mapa por los gigantes empresariales. ¿Les suena? Pues háganselo saber a la presidenta de Madrid cuando se define como liberal al reducir la imposición sobre las sucesiones: una muestra de ignorancia que cunde cuando se recurre al anarcocapitalismo, aplicado con sucesivas dosis de egocentrismo e incisivas dotes depredadoras, aplaudido por coros de vertiginoso standing económico y el uso del patriotismo rancio como coartada última.
Tras lo anterior, no sorprenderá que el estupor pase al primer plano de la escena cuando se observa el ensordecedor ambiente labrado en torno a algunas figuras del sistema fiscal español cedidas a las Comunidades Autónomas. Más aún cuando sabemos que lo recaudado por aquéllas es prácticamente marginal frente a lo obtenido por los grandes impuestos: IRPF, IVA, Sociedades e Impuestos Especiales. Más aun cuando, incluso lo recaudado por el conjunto del sistema impositivo español, se sitúa en torno a 5 puntos del PIB por debajo de la media europea: alrededor de 60.000 millones de euros de menos.
Reducir la anterior brecha no puede conducirse con una abrupta sacudida de la presión tributaria; pero existe un amplio espacio para combatir el fraude fiscal que algunas estimaciones sitúan cercano al 20% del PIB, esto es, cuatro veces el porcentaje que coloca al español entre los sistemas fiscales menos eficientes de Europa. Y sí, resulta cierto que el fraude no se ha eliminado en ningún país del mundo; pero sólo con que se contuviera en el 15% (porcentaje que se ha estimado existente en Alemania), ya se dispondría de ese 5% del PIB que tan necesario resulta para afrontar el sostenimiento de los servicios públicos, financiar las políticas de transición económica y energética y avanzar en la reducción de la deuda pública. La incógnita es clara: ¿qué nuevos recursos precisa la Agencia Tributaria? ¿Qué nuevos vínculos cooperativos de ésta con las haciendas autonómicas? ¿Resulta admisible que parte de los inspectores fiscales accedan sin trabas a las puertas giratorias y provoquen la disminución de su ya limitada plantilla?
En todo caso, la reforma tributaria y de la gestión fiscal forman parte de los cambios estructurales que espera la sociedad española para reducir algunas de sus incertidumbres. Entre éstas, la reducción de las nuevas desigualdades, incluida la medioambiental, el envejecimiento de la población, la redistribución territorial de la riqueza a favor de las áreas de menor nivel de renta y densidad demográfica, la ampliación sostenida del capital tecnológico mediante la investigación y la innovación, y el apoyo público-privado al cambio del mercado de trabajo tradicional, limitando las consecuencias de su reemplazo por otro más digital y segmentado, con diferencias añadidas de seguridad, expectativas y dotación de formación actualizada.
Por todo ello, los impuestos son el alimento del bienestar, la convivencia y la reducción de incertidumbres, dada su necesidad para financiar la provisión de los bienes y servicios públicos y su contribución a los equilibrios macroeconómicos. Dada, asimismo, su imprescindibilidad para crear mayores oportunidades dirigidas a quienes no fueron tocados por la mano de la fortuna en el momento de su nacimiento o en el transcurso de su vida. Como puede verse, palabras mayores que en modo alguno pueden emplearse para exagerar el alcance de los cambios impositivos menores que han inundado los medios de comunicación durante las últimas semanas: se sitúan a años luz de las pretensiones del Libro Blanco sobre la Reforma Tributaria y no suponen nada más que el posado de una mosca sobre la superficie del modelo autonómico de financiación. Por favor, no perdamos el sentido de las proporciones.
Sin embargo, la modestia de su alcance no impide observar algunos hechos.
Entre éstos, que existe un encendido celo en las golillas que asesoran a los altos cargos del gobierno. Los mismos que, una generación atrás, instaron aquella imagen en la que Felipe González paseaba junto a Joaquín Almunia por los jardines de La Moncloa. Motivo: escenificar el convencimiento por González del presidente madrileño para que éste retirara el recargo sobre el IRPF de su región. Aquí y ahora, sin buscar escenarios bucólicos, las reacciones han sido más de irritación contenida que de cerrojazo, pese a las insidias de algunos opinadores. Un punto a favor de los federalistas de buena ley, identificados con una autonomía fiscal pacífica: la que propone la redistribución vertical y horizontal de la fiscalidad y ejerce la acción tributaria sobre sus propios recursos con prudencia, evitando crecer a costa de succionar, con descaro, fanfarronería y soberbia, los existentes en otras CCAA alejadas del dopaje institucional, económico y burocrático. Algo parecido a procurarse una buena vista dejando tuertos a los demás.
Con todo, no será empresa fácil y ello no sólo por los hooligans de algunas administraciones regionales. La autonomía fiscal pacífica puede ser un punto que también suscite mayor reluctancia en los estados mayores de la Hacienda central, habitantes de un territorio en el que el interés general del país puede confundirse con intereses particulares y administrativos bien situados. En efecto, cuesta renunciar al botón rojo de la tradición centralista, asegurado por la posesión de la capacidad tributaria originaria. Un botón ya disparado a aquellas CCAA que han querido atravesar terrenos fangosos, como el impuesto sobre los depósitos bancarios impulsado por algunas CCAA, entre ellas la valenciana. Una posición del poder político central que arrancó, probablemente, con la inyección de una nueva forma de gobernar administrada por Luís XIV a su sobrino Felipe V. ¿Se puede cambiar un ADN de 300 años con otro de apenas 40?