El 8 de noviembre daba comienzo la huelga de los trabajadores de Pilkington para parar el ERE con el que se pretende despedir a 116 compañeros de una plantilla de 404. No solo eso. Con el cierre de la línea de laminado el futuro de la planta se oscurece y se encamina hacia el cierre completo. Los trabajadores lo saben. El conflicto ha resurgido después de que la empresa rompiera el acuerdo al que llegó en su momento con los trabajadores y que incluyó la renuncia de estos a parte de sus salarios a cambio de inversiones que garantizaran la continuidad de la planta.
La empresa justifica la ruptura del acuerdo por la caída de la demanda. La producción de automóviles se ha reducido y, en consecuencia, la fabricación de parabrisas y demás componentes que lleva a cabo Pilkington para empresas como Ford, Renault o Seat, cae también de manera proporcional. Ahora bien, la planta del Puerto de Sagunto es rentable y con una elevada eficiencia. Los incrementos y disminuciones de la demanda son cíclicos, la cuestión es la visibilidad en el largo plazo. Para garantizarla, los trabajadores se han mostrado predispuestos a hacer sacrificios y han planteado propuestas concretas en materia de innovación y de abaratamiento de los costes energéticos a través de instalaciones fotovoltaicas. La empresa no mueve ficha. Su jugada es deslocalizar la producción y concentrarla en Italia con los costes adicionales de transporte que eso supondría para llevar sus productos hasta las plantas automovilísticas ubicadas en España, el segundo país de la UE con mayor volumen de producción en dicho sector.
Los orígenes. Conviene recordar que la planta de Pilkington se instaló en el Puerto de Sagunto a raíz de la reconversión industrial de los años 80 y 90 que condujo al cierre definitivo de los Altos Hornos. Los trabajadores usaron el dinero de sus indemnizaciones y el Estado comprometió ayudas públicas para ponerla en funcionamiento. El Puerto, que fue desde la segunda mitad del siglo XX la auténtica capital industrial de València, fue después un símbolo de las consecuencias de la desindustrialización salvaje que padecimos en España.
Mucha gente en el Puerto se acuerda todavía de Carlos Solchaga, el Ministro de Economía de Felipe González que encabezó la reconversión (un mal eufemismo para lo que fue en realidad una liquidación). Se hizo célebre aquella frase suya que decía: “la mejor política industrial es la que no existe”. Hoy nadie, con independencia de su signo ideológico, se atrevería a secundar una insensatez como esa. Las instituciones tienen el deber constitucional, sancionado por el artículo 131, de planificar y coordinar el desarrollo económico.
Hacen falta recursos pero también son necesarias las garantías. Los predicadores de la derecha española que tanto hablan de derroche en gasto social deberían leerse, de vez en cuando, unos presupuestos. Se darían cuenta de los miles de millones de euros de dinero público que sirven para subvencionar, apoyar u ofrecer oportunidades de negocio, año tras año, a las empresas privadas. Si se quedan con alguna duda, pueden preguntarles también a los empresarios que figuran en los papeles de Bárcenas. Sin irnos a casos tan extremos, otro ejemplo son los Presupuestos de la Generalitat Valenciana para 2022 que incluyen ayudas para la Ford por valor de 11,25 millones de euros. Más ejemplos. Durante la pandemia, tanto el Gobierno de España como el Gobierno del Botànic han aprobado paquetes de ayudas para las empresas valencianas por valor de cientos de millones de euros. Los ERTE no son, como se dice habitualmente, ayudas a los trabajadores. Son ayudas a las empresas para cubrir las nóminas que estas deben pagar. Si todos los ciudadanos estamos financiando a las empresas, directa o indirectamente, con subvenciones, con crédito, con infraestructuras o con formación, esa financiación debe tener contrapartidas en el mantenimiento del empleo, en salarios y cotizaciones, y en inversiones a largo plazo para garantizar la viabilidad de las propias empresas.
Garantías. ¿Pero qué garantías? Al final, el único modo eficaz de asegurar que las empresas cumplan con sus compromisos y con sus responsabilidades con los trabajadores es que estos estén bien organizados y que exista un marco de relaciones laborales mínimamente equilibrado en el que ambas partes estén en pie de igualdad. Las sucesivas reformas laborales que se han venido sucediendo desde los años 80 han precarizado progresivamente las condiciones laborales y han ido reforzando el poder de la parte empresarial para dictar sus condiciones. La reforma laboral del año 2012 del PP agudizó esa situación y descuajeringó la negociación colectiva. Aprobar una nueva legislación que revierta esa situación es prioritario. Los trabajadores de Pilkington y los sindicatos son bien conscientes de ello. Yolanda Díaz lleva tiempo trabajando en esa dirección y su objetivo es cerrar un acuerdo antes de que finalice el año. Queda por ver si podrá vencer las resistencias de fuera y de dentro del Gobierno.
En los telediarios se suceden las imágenes de la huelga del sector del metal en la Bahía de Cádiz desde el martes. En Alacant también se ha declarado la huelga esta misma semana. Los trabajadores de Pilkington ya han avisado de que ampliarán la convocatoria y preparan movilizaciones en el Puerto. No piden nada excepcional, solo que se cumplan los acuerdos, que se respete la ley y que se les respete a ellos. Nuestra obligación es estar a su lado.