“Qué tal estás hija” “Bien, normal”. Y en ese normal hay una letanía, un arrastre de la última sílaba, mimoso, lastimero. Su habitación tiene todo el suelo cubierto de ropa arrugada y a medio sacar de la maleta. Es su estado emocional. Es el de todos. Hay un habitante más en casa y es el Covid. Un inquilino. La tentación es imaginarlo como un okupa de pelo rapado y brazos negros de tatuajes, pero también podría venir en traje y corbata, con cara redonda, entradas en forma de cruasán y gesto de buena persona. Arrastraría un maletín de cocodrilo del que no querría separarse ni un minuto.
Lo cierto es que estábamos en una casa rural y hemos vuelto de estampida. La madre de un amigo de mis hijos nos alertó de que tenía Covid y corrimos a la farmacia a por unas cuantas pruebas. Supongo que es así siempre. Es el efecto detonación de un whatsapp. Llega a tu bandeja sin emoticonos, lívido del puro susto. Pero la noticia da ganas de matar al mensajero, es Peter Sellers metiendo la pata en el arranque de El Guateque: la inoportuna deflagración de las vacaciones.
Llevamos un día encerrados con el enemigo y mañana se nos hará el antígeno oficial a todos. Me paseo de la habitación al dormitorio al baño al salón y me chequeo en silencio. Mido la escala de mi dolor de espalda, de cabeza, mi deshuese general. El problema lo tengo con la comparativa, ¿cuál es mi estado basal? ¿Cuánto tiempo hace que estoy cansada y dolorida? A partir de los cuarenta mejor no anotar los cambios porque todo viene para quedarse.
Andamos por casa taciturnos y callados. Nadie se libra de estar hipervigilante. Nadie habla de ello. Se siente el advenimiento de un temporal, lluvias localmente fuertes con gran aparato eléctrico, lo que ahora se anuncia como Dana. Arriamos la mayor e izamos el tormentín, recogemos escota. “¿Y esa tos? ¿Quién ha tosido?”, pregunta Rafa desde el pasillo, allí donde todos pueden oírle desde sus habitaciones. Es tan voluble. Le he visto pasar por todos los estados de ánimo desde ayer. En adelante lo nombraré Albert, por Albert Camus. Como él, tiene una gabardina beis y un empeño profundo en que el mundo sea un lugar mejor. Manuel Vilas les pone nombre de músicos a los suyos. En Ordesa, la novela que me acompaña estos días, su familia cubre a los grandes compositores. Vilas es muy honesto con la desdicha de vivir, con el gran desatino de intentarlo. Está muy deprimido pero me consuela. Me baja la fiebre, aunque aún no la tenga. Ilustra muy bien el enorme malentendido de la familia, la crueldad sin filtros que se ejerce cuando se es hijo. También los nuestros nos han maltratado sin querer. Se han movido con su pandilla por la urbanización de verano y han traído el bicho pero, ¿qué no le hicimos nosotros a nuestros padres? ¿Acaso fuimos mejores? Se lo razono a Albert cuando se queja. Habla del desacato, pero no sabe aún dónde colocar la culpa, le pasa lo mismo que a mí. Hizo todo bien hasta el segundo verano de pandemia y ahora paga por ser padre de dos chavales adolescentes. Escucho su lamento y dejo que pase volando por todos los humores. Él es así. Un tirabuzón de serpentina que enfila el suelo. Domina la caída en vertical. Ayer a última hora quería abrir una botella de vino, “ya que estamos aquí esperando a la muerte”.
La única que queda sin hacerse la prueba de la farmacia soy yo. No me fío. Por algo exigen que se haga en un centro de salud. Quiero que dure mi condición de Contacto, que no Caso, y alargar el privilegio de ir de aquí para allá, bajar a la perra guardando distancia, pasar por el súper cuando no haya nadie, por la farmacia. Ser su cordón umbilical, abastecerlos, arroparlos con delicadeza, reinar en la cocina con el arrullo de los sobres efervescentes. En la caja de Consum, vacío un carro mínimo para dos días porque aún pueden ser sólo dos días. Invento los plazos, me agarro a la fe. Pero fijo los ojos en la cinta transportadora y descubro que cada carro que aterriza allí cuenta una historia. Algunas son de esperanza, otras de soledad o culpa. Me fijo en la mujer delante de mí e imagino a sus hijos rollizos: panceta, hamburguesas, chips y una bolsa de brotes prelavados. ¿Para qué los brotes?, ¿por la mala conciencia? Dios, qué culpable me siento desde que recibí aquél whatsapp. Llevo varios días flagelándome a gusto. Siento una hermandad irresistible con los culposos del mundo.
Cuando hablo con mis colegas les digo que yo no, que nada, sólo algo mustia porque me sugestiono enseguida. Que somatizo. Y se ríen de la psiquiatra. “Di algo ─me incitan─, cefalea por ejemplo”. Necesitan un síntoma para meterme en la agenda Covid, la enfermera nos da cita el sábado a las diez. Entonces me disparo. “A ver ─confieso─, molestias en la garganta sí, y quebrantamiento, y algo de presión detrás de las órbitas, no te digo que no…” Oírlo fuera de uno lo saca del mundo de las ideas y lo convierte en materia, granito puro. En sólo un día pasaré de ser Contacto a Caso. Habré ascendido de categoría.
Albert ya no está hoy de mal humor. Todos somos positivos y ya puede reírse de mi resistencia a confirmar la desgracia. Y me llama rata, porque la prueba que no compré costaba menos de diez euros. Se mofa de mi talento para la negación, pero negar sostiene la desdicha, replico. Maquilla. Reescribe. Recicla. Es una destreza prodigiosa para el trabajo, la familia y la lenta entrada en la orilla de lo que se llama futuro y nadie sabe qué es, pero ya nos tiene muy dentro y sin escapatoria. Negar, borrar, reformular. Y no desertar. Nuestro talento narrativo es portentoso. Muy humano. Según Harari, es lo que puso al Homo Sapiens a la cabeza de la pirámide alimenticia.
Negar no está libre de riesgos tampoco. Me impidió hacerle una prueba a mi hijo cuando su alergia se desbocaba pero, ¿quién tiene alergia este verano? La variante Delta es la gran simuladora de catarros chorras, aprendo tarde, imita a la perfección una rinitis alérgica o un constipado de piscina. Y la sombra del Covid sobrevolaba ya tantos meses que todas las inteligencias eran ya refractarias. Había que vivir. Había que tener un verano. La culpa hace que te fijes con retraso en ese pensamiento mosca que zumbaba en la periferia de los pensamientos, siempre fuera del foco. La culpa es luego esa mosca materializada, exiliada del margen, irritante, parásita en el centro de la pantalla. Que husmea igualmente en tu cabeza o en la carroña.
Mi hija, a la que llamaré Jo porque ha descubierto Mujercitas este verano, lloraba de camino al centro de salud, lloraba y yo no podía abrazarla, yo debía ser su cuidadora en la distancia. Decirle lo que debe decir una madre, lo que, a su vez, me han dicho todas mis colegas médicas en el chat: que no pasaba nada, que tranquila, que era rarísimo que alguien de su edad, aunque no estuviera vacunada. Ninguno de mis hijos está vacunado y debo estar tranquila, ¿cuánta verdad somos capaces de soportar? Al cabo de una hora ya podía hacerle arrumacos y andar sin mascarilla por la casa porque todos éramos parte del mismo efluvio. Miasma pura. Imaginaremos que tenemos un búnker libre de amenazas.
Estornudo. Un moco transparente cuelga de mi nariz y me entretengo en mirarlo (nadie me ve hacer el guarro). Es un moco Covid, no es cualquier moco. Uranio enriquecido. Metralla a punto de impactar en cada ángulo del salón. Tantos meses invocándolo en todas sus formas, en gotículas, partículas de milímetro o de micra, adhesivas a las superficies y luego vaporizadas por los cubículos varios por los que transitamos y envejecemos sin saberlo, esas cajas que se suceden y toman la forma de coches, habitaciones o ascensores. Ni siquiera tiene color el moco. Ni olor. Pero es una deidad, un elemento de culto pagano. Puede salvarme o aniquilarme, ¿he sido buena? ¿Merezco su clemencia? Me sueno y me lavo las manos otra vez, es una auténtica lata. Me las voy a desollar. Pero expío mi culpa hasta que hago burbujitas con el jabón.
Cae la tarde, el calor se filtra por las ventanas abiertas y el aire acondicionado nos abandona porque somos apestados. Cada uno yace en su cama y dormita o picotea en la red, nadie se ocupa en nada trascendente. La atmósfera es de trinchera, pero de trinchera muerta, de soldados jugando al ajedrez con las manos tiznadas, de chascarrillos, de ratas cazadas a bayoneta. Se espera. Algo terrible o liberador debe llegar pero aún no llega. Es una escuela de vida esta espera. Jo se estira en el sofá, su cuerpo desmadejado, sus mejillas rosadas. Ha dicho que nunca había pasado una gripe y yo, madre olvidadiza, me he quedado sin metáforas para ella. Se acerca a los 37 pero no los sobrepasa. Albert se empeña en bajar al súper a por vino y lo abucheamos. Es un negacionista, dice la niña. Y se da la vuelta sin decir nada.
María Gil me llama para ofrecer su ático, se van de viaje y dejan la casa limpia para nosotros. Todos se ríen de mí por decirlo en serio, soy la única que no lo ve como un despropósito. Tendremos que conformarnos con el chill out que queremos montar en el terrado, bajo los cables de tender. La niña ya se ha encargado de las patatas, la Cola cero y las cervezas.
Se aprende algo de la vida enfermando en familia. Uno se siente cerca de alguna revelación, de algo que podría culminar la búsqueda. Quedarse a vivir en la vida quieta, la que vendrá antes de no ser, y no abandonarse a la huída. Domesticar la desesperación, la conciencia dolorosa de que todo es frágil, evanescente, incluso la familia, lo más genuino que uno ha creado. Sentirse como en casa mientras la nada te acecha, ponerle pantuflas. Hacer una tabla de gimnasia con el olvido que se lo llevará todo. Trenzarlo como si fuera ganchillo y concentrarse bien, la punta de la lengua apenas asomando, los ojos un poco bizcos.
Me ocupo de las plantas. Me ocupo de la novela. Son los dos grandes beneficiados de este eclipse de verano. Nadie está grave y yo soy la única que aún moquea, que cultiva un cansancio hondo que podría tramitar un visado terrible, la residencia permanente. Con la calima, la voz flamenca de alguien se filtra y llena la casa de florituras y requiebros. Canta muy bien quien sea que canta. Somos los desclasados del barrio, hemos abandonado las orillas perfumadas de yodo y el clac-clac de los aspersores de césped para catar el verano de los currantes. El agosto popular es alguien cantando desde un andamio o una ventana abierta porque tiene el aire averiado. De camino al súper sólo se veían abuelos y cuidadoras. Hay bolsas de plástico volando por las esquinas sucias y todo es polvo y tristeza. La zona azul enseña sus líneas en el asfalto sin un solo coche.
He dicho novela pero son las nueve y no la he abierto. Levanto la persiana de poniente porque ya baja el sol. El destino ha querido blindar estos diez días para mis diez capítulos finales, pero yo sigo huyendo. A veces me pregunto qué más se me puede ocurrir para boicotearme. Intuyo que nunca la acabaré y lo sé sin drama, con un cierto alivio. Mientras siga inacabada sigo viva. Me veo como un personaje de Kafka o de Dino Buzzati en el desierto, esperando a los tártaros, quizá en bucle con mi destino, puede que toda mi energía esté puesta en hacer y deshacer para esperar la muerte sumida en un perfecto engaño.
Jo se ocupa conmigo en tareas simiescas, como hacíamos durante el estado de alarma. Nos enroscamos en la alfombra con la tijera de uñas, nos despiojamos, nos depilamos, agotamos todas las formas de acicalamiento. Finalmente miramos vídeos de Tik-Tok, cuanto más surrealistas mejores. En uno de ellos mi hija emite un gorjeo extraño y saca la lengua, suena como el quejido de un gato o de una vieja que se alivia. Queda a medio camino entre lo humano y lo animal, por eso es monstruoso. Desternillante. “Sabía que te gustaría, mamá, porque no tiene sentido”. Nos retorcemos por la alfombra con una risa de monstruas.
Para cenar: pollo precocinado y arroz basmati precocido. Gazpacho de brik y melón enano. No tenía ningunas ganas de cocinar cuando hice el pedido. El melón es lo único que no viene sobreenvasado. La niña se tumba en la cama de Noa y se queda dormida en la cocina mientras recogemos la mesa.
Nuevos hábitos del apestado: nos entra otra vez el canguelo porque a mi hijo (al que llamaré Nietsche, porque arrastra un tomo del filósofo a todas partes) le ha vuelto la rinitis. Así es como empezó este castigo. Elegimos un vaso cada uno, abjuramos de los trapos de cocina, usamos la mascarilla cuando nos cruzamos o cocinamos. En mi escritorio pongo un túper para mis kleenex usados, lo sitúo junto al botellón de hidroalcohol y la caja de pañuelos. Le tengo mucho miedo al día siete porque es cuando asoma la tos perruna, la que quita el sueño y trae consigo la tormenta de citoquinas, no quiero que se encienda mi árbol circulatorio como la pirotecnia de la Nit del Foc. No creo en Dios ni en ninguna confesión new age de pensamiento positivo, no hay nada que me ayude a sentirme protegida. El miedo es lo único que me puede salvar, por eso cultivo la aprensión neurótica.
Todos han dormido bien, todos remolonean menos yo, que tengo la nariz como un grifo y me levanto pronto. Invoco al Covid. Le vendo mi alma al Covid. Podría pasar meses con la garganta como una lija mientras no baje de ahí y se desboque. Mientras convierta todo esto en una anécdota. El Neobrufen debería contar junto a los grandes hallazgos de la Humanidad, junto a la rueda, la polea y el palo del mocho.
Desayunamos. Le subo la persiana a mi hijo y vuelve a bajarla, se acostaron a las tres con una película penosa. Albert se dedica a la nostalgia. Contempla la lluvia y la compara con Escocia. Enlaza este agosto con el que viajamos allí, o a Islandia, cuando coger un avión estaba a un click, consumo global de digestión fácil. Seguimos varados en el barrio y éste es el viaje que se nos concede, una ruta por el asfalto fregado y vuelto a recalentar, por el silencio tañido de campanas, de ladridos y arrullos avícolas. Los cambios del cielo recortados desde un ventanal son nuestro único espectáculo.
Me asomo al parque desde el salón, quiero chequear mi olfato y debo acercarme mucho para que me roce el aroma cítrico de mis geranios. No es mi nariz, los pobres están deshidratados como alambres. El silencio de la calle es portentoso, igual que en el primer marzo. Las abuelas del barrio que viven enclavadas en él fatigan las avenidas detrás de sus perros minúsculos y yo pertenezco ahora a su fatiga. Cae una lluvia tan sutil que parece un climatizador automático, sólo palpa, me toca y me trae noticias del otoño. Habla de que el otoño existió. Que existe, que espera, que sólo se recicla. Pronto veremos un nuevo otoño, dice el frescor. Habrá un octubre para ti si sabes mantener la calma. Enseguida se forman charcos con burbujas, todas las palomas han huido de los cables que cruzan entre los bloques, el verde lavado contra el cielo metálico forma una estampa hermosa.
Sorbo mi café y me abstraigo, creo que estoy rezando: el culto a la belleza es mi único culto. He leído en The Times sobre una familia negacionista en Utah que ahora engrosa la plataforma de arrepentidos. La mujer posa en la UCI junto a su marido acribillado de tubos y, por la noche, abraza sus cuatro hijos mientras se sumen en la oración. La noche del jueves, cuando supimos que el amigo de Nietsche estaba ingresado, Jo estaba tan asustada que quiso rezar, le pidió a su primo que le enseñara el Padre Nuestro. Rezaron. Se atascaron. Hicieron una versión en rap. Se carcajearon y todo acabó en un ataque de risa igualmente liberador.
Albert piensa en sus reuniones y en pruebas. Se ansía con las pruebas: consigue un cargamento. Los rider pueden dejar cualquier cosa en el ascensor después de llamar al telefonillo. Y yo ya soy la reina de los hisopos, le tomo la muestra sin mirar ni las instrucciones, a los dos minutos ya emergen las rayas acusatorias. Nos reímos, abatidos, el pobre ha sido expulsado en el minuto dos del encuentro, sin opción para la remontada. Con lo bien que se encuentra y con lo importante que era su reunión de mañana. Se queda los trece minutos restantes mirándolo como un enigma, en la pequeña placa de plástico hay malicia. Hay un jeroglífico egipcio. Hay planes que se desploman como las Torres Gemelas. Lo llaman disquete y es irónicamente similar al Predictor, la placa absorbente que anunció nuestros hijos al mundo, su globo sonda, la mano alzada de su primera mórula, su fiesta de células mitóticas que alcanzaría presencia y cuerpo. He usado la palabra disquete y me he dado aires de enfermera al hacerlo. Me irrita que quiera salir antes que nosotros de este castigo. Me ha ofendido cuando ha dicho que algunos nadamos en carga viral y nos la recirculamos. De acuerdo, soy yo, aún estornudo de vez en cuando pero, ¿existen disquetes para detectar culpables? ¿Cómo se podría cifrar la culpa en un sistema binario? El pecado original, el motivo de nuestra desdicha, el mono motivo, sometido al encaje de un anticuerpo y al revelado en rojo y blanco.
Son las doce y ya nadie se empeña en despertar a los niños. Ya no aspiramos a tener algo que se llame rutina u orden. Las sábanas permanecen arrugadas todo el día, la cocina se llena de moscas que dibujan círculos sobre la mesa y usan nuestro desquicie de combustible. Alguien cierra las ventanas, hoy se avecina un calor de emergencia climática, ¿cuándo dejará de llamarse emergencia? He leído en alguna parte que la NASA busca voluntarios para pasar un año en un hábitat similar a las condiciones de Marte. Sudo al imaginarlo, ¿ha llegado ya mi fiebre?
El buen humor es frágil, el mal humor también lo es. Como nadie tiene ya síntomas, lo único que se deja ver es el hartazgo. En la cocina hay un cielo inestable, con franjas de luz y de sombra. Caras cortas y largas. Complicidad y pullas. La charla del desayuno sobre el abuso de los móviles parece haber calado y se nota en la guerra de trapos al recoger la comida, en cómo se demoran en el salón, en la guasa con los crepes de la merienda (que me salen con forma de archipiélago). La perra, reina indiscutible de la manada, ha rechazado una galleta Chiquilín porque no venía mojada de café y Albert ha hecho reír a todos antes de volver a dar lecciones de epidemiólogo. Les ha recordado a los chicos el riesgo de reinfección cuando salgan. Pero nada de lo que hizo fue ilegal, le contesta Nietsche. Callamos. Nadie es irreprochable, nadie es de una pieza. Lo sabe cualquiera que se proponga ser honesto. Además, una paella al aire libre con menos de diez amigos, nos recuerda, es lo permitido. Se dispersan por el pasillo en silencio y oigo cada una de sus puertas. Después sólo queda el motor de la nevera. Pantallas. Dejamos que nos devoren crudos.
Jo ayer lloraba de aburrimiento, hoy ya no cuenta los días. Pregunta por la peli de anoche porque no recuerda ni quién la llevó a la cama y sonríe al oír que fue su padre. Y Nietsche siempre es una figura de patas estiradas en su cama que hunde la cara en su portátil. A mí: sólo me quedan cuatro capítulos, pero he dicho dos cuando me han preguntado. Necesitaba sacarles una sonrisa.
La niña pasó ayer un día torcido. Dejó de llorar, dejó de protestar. Cayó en un mutismo agrio, acusatorio, que era mucho más dañino que sus lamentos. Sólo se oían portazos. Su boca se había trasladado al quicio de su puerta. Se había tragado la rabia, se había tragado un palo entero de rabia. Tiró el pienso de Noa en su recipiente sin agacharse y provocó una música metálica, de balines reverberantes, pero no se giró a comprobar que el suelo quedaba alfombrado de galletitas. No dije nada cuando su padre preguntó qué había pasado. Era inflexible en su enfado, incapaz de una inclinación del cuerpo, inalcanzable. Apenas probó los nuggets. Después estuve en su cama estirada, junto a ella, o más bien junto a su espalda, parloteándole a su espalda hasta humedecerle los ojos. Su verano era una mierda de verano. Ahí estaba la simiente del mal. Al menos accedió a la sesión de cine nocturna. Después de una hora de zapping vimos otra vez Mujercitas, la de Greta Gerwig. Fue tierno ver cómo hasta su hermano aguantaba las dos horas de cinta. Nos fuimos a la cama muy indignadas de que Jo dejara a su hermana levantarle el novio. La injusticia nos atravesaba de forma deliciosa.
Por la noche sueño que pasamos unos días en la casa de María Gil. No es su ático, pero sí un pisazo de vistas despejadas, de habitaciones amplias, donde no hay que cambiar el ángulo de la marcha para pasar entre los muebles. Los ventanales llevan cielos king size. Cuando el calor me convierte en un charquito, me levanto. La espalda es un bloque. Albert ya trabaja en la cocina. La perra y él me miran y los descubro a los dos desnudos, resignados, la mirada mate, los buenos días aplastados. Se han entregado sin resistencia a este calor de sonda de la Nasa en Marte. Me pregunta qué planes tienes para hoy y me quedo en blanco. Vuelvo a frotarme la espalda como si allí tuviera la ventanita de la Nancy, donde se escondían las pilas. Salga lo que salga en la prueba, mañana es el día diez y me voy a la playa.
Parte de síntomas: sólo quedo yo y en mi sólo queda un arrastre, la necesidad de sentarme después de estar quince minutos de pie frente al banco de la cocina, el cansancio que parece ya sólo un primo Zumosol de mi cansancio residente, el que tendré cuando lleve una semana trabajando. En el chat, Albert ha puesto que estoy en modo felpudo y yo he subido una foto de la perra repantigada en la alfombra. Diría que he pasado un catarro tórpido. Qué fea es la palabra tórpido, ¿quién fue el primer médico en usarla? Remite a torpeza, como si las enfermedades tuvieran que ser atletas olímpicas, hacer su ejecución limpia, de bordes claros. Llegar muy entrenadas al cuerpo. Tórpido podía sustituirse por perezoso, sin ganas de abandonar al enfermo. Somos su lecho de exhibición. El pabellón deportivo. Torpe porque cualquier enfermedad se tiene que censurar junto a lo improductivo. Torpes, vagos y enfermos. Un trancazo vago y maleante. Eso ha sido mi Covid, no puedo quejarme. La vacuna ha convertido el trayecto en un pasaje de primera en el Titanic, le he dicho a todos mis amigos. Vaya horror de metáfora, se me escapa aunque me ha sonado cursi desde el primer día.
“Mire usted, es que la nevera ha dicho hasta aquí hemos llegado…” Nos reímos de su figura retórica mientras Albert telefonea al servicio técnico. Nos reímos porque es su frase de los cabreos, la que nos aplica cuando no puede más, y acaba de incluir a la Siemens en la lista de bultos familiares que le incordian. Es un modelo del 2003. Una caja vertical, metalizada en gris, especie de ataúd con compartimentos que embelesa a los niños cuando abren su puerta en agosto y los refrigera durante minutos. Ahora también tiene voz y capacidad de hacer figuras verbales, ha dicho hasta aquí ha llegado. La compramos al mudarnos a este barrio y nos ha visto crecer y multiplicarnos. Nietsche gateaba por el salón vacío cuando vinimos, un salón que sólo era terrazo blanco y una mantita, la suya, desplegada junto al ventanal. La tele de tubo era de muchas pulgadas y yacía en el suelo como un tótem. Pienso en la nevera y me entra congoja. Se merece un funeral de estado. Obsolescente que no adolescente, ella morirá pronto y mi hijo seguirá cabeceando por la vida, tan largo como ella porque ha alcanzado el metro ochenta. Las neveras son las guardianas de la familia, descubro, nunca se desenchufan, ni en vacaciones. Su arrullo llena todas las madrugadas, todos los desvelos de bebé en brazos o de oposiciones y novelas. Hasta que un día su arrullo se hace carraspera, ¿también habrá cogido el Covid? Justo hoy que ha llegado el pedido del mercado central se pone en huelga, se recalienta. Albert lo oye primero, una sacudida de sierra, una pedorreta, especie de hélice que ra-ta-ta-ta, y vemos que su marcador de temperatura se vuelve loco.
Por la tarde haremos los test y la mitad de nosotros será todavía positivo, pero el protocolo no los exige y podemos salir mañana. De momento es la vieja Siemens y es el final de mi novela, estoy a punto de acabarla cuando todo pasa. Los ciclos se confabulan contra el último capítulo. Los dos finales se dan la mano. La nevera es el centro gravitatorio de la casa y mi novela sólo da de comer a mi ego. Especulo sobre la conexión nutricia entre ambos desenlaces, si es que la hay. Mis trescientas páginas son magras, fibra pura, no alimentan, pero si alcanzan su fin podré sustentar mejor a los míos, volver al universo de las cosas prácticas. Volver a la materia. Quiero ser otra vez su despensa.
He acabado, le digo por la tarde a Albert desde la taza del wáter. Son las nueve y no tengo ni pensada la cena, pero él me sonríe, sólo dice lávate las manos. Sabe que me quiero colgar de su cuello. Sabe que puedo subirme en la cama a dar saltos o sumirme en una larga melancolía. La novela está acabada, pero esto lo he dicho tantas veces, tantos años, que él no puede saltar sobre el colchón ni sucumbir a una larga melancolía. ¿Cuántos capítulos? Cincuenta. Pone los ojos en blanco pero se empeña, a pesar de mis quejas, en editarme un pdf bien paginado. Es su forma delicada de acariciarme, como si me curara una fiebre extraña a pie de cama. Se lo escribo. A qué huele el amor, me responde. Es un guiño a mi primera frase. Y no me muevo del teclado, pero estoy saltando sobre el colchón. Estoy iniciando una larga melancolía.