Algunos economistas, muchos ortodoxamente moderados, se han llevado las manos a la cabeza al ver como el debate político en España sobre las causas de los problemas económicos que atraviesa el país ha degenerado en un debate sobre la fiscalidad. Cualquier persona sensata que se entere mínimamente de lo que está ocurriendo en el mundo puede identificar que esto deriva, por una parte, de una inflación elevada que tuvo un primer impulso en la recuperación postCovid y que se desbocó a partir de la invasión de Ucrania afectando al precio de los hidrocarburos, los fertilizantes y ciertas materias primas. Por otra parte, es consecuencia de la respuesta del BCE y de la Reserva Federal con la elevación de los tipos de interés, explícitamente dirigida a contener el consumo y la inversión bajo la premisa de que presionando a la baja la demanda agregada, se podrán contener los precios.
¿Qué tiene todo esto que ver con los impuestos? Nada en absoluto. Tiene que ver con marcos que te benefician o perjudican políticamente: el PP trata de poner el foco en los impuestos para cargar la responsabilidad de la situación económica sobre el Gobierno y para descargar de responsabilidad a aquellos sectores que le han sacado partido a la conjuntura económica para incrementar sus beneficios, como ha ocurrido con las grandes corporaciones energéticas y la banca.
Ahora bien, que la fiscalidad no sea el origen de los problemas que atravesamos no significa que la política fiscal no sea relevante en este contexto. Al contrario, a partir del momento en que el Estado cedió a las instituciones europeas sus competencias en materia de política monetaria y política comercial, la política fiscal se convirtió en su principal medio para intervenir en el terreno económico.
Aunque ha sido la derecha la que ha escogido en primera instancia dar una batalla fiscal, lo cierto es que no es en estos momentos un terreno muy favorable a sus posiciones. Hoy las políticas neoliberales están absolutamente desacreditadas en todo el mundo, la receta de la austeridad expansiva según la cual reduciendo el tamaño del Estado se le daba mayor impulso al sector privado se ha demostrado desastrosa. Su punto de apoyo en materia fiscal, la llamada Curva de Laffer, según la cual reduciendo impuestos se podía aumentar la recaudación fiscal porque se impulsaba el crecimiento económico, ha dado al traste y ha provocado severas crisis fiscales en los países que con más ahínco se lo creyeron.
Hoy ya nadie se cree la pamplina aquella del goteo según la cual cuando les va bien a los más ricos, los beneficios se van filtrando hacia los de abajo. Hoy todo el mundo es perfectamente consciente de que ayudar a los más ricos es solamente eso, ayudar a los más ricos, y que como los recursos económicos son por definición escasos, esto solo es posible hacerlo a costa del conjunto de la sociedad. Por eso, cuando el PP decide que, en una situación tan difícil para millones de ciudadanos, es buena idea invitar a helado a los más ricos bonificando el impuesto de patrimonio o el de sucesiones, todo el mundo es perfectamente consciente de que no se beneficia en nada a los que no forman parte de ese selecto club, todo lo contrario.
Feijoo se ha equivocado al elegir la fiscalidad como su principal ariete contra el Gobierno pretendiendo quitarle esa bandera a su principal adversaria interna, la señora Ayuso. Ni siquiera su base social entendería que se opusieran a un impuesto a los beneficios extraordinarios de la banca o de las eléctricas, ni a un impuesto a las grandes fortunas. Más aún cuando dichos tributos deben cubrir, en parte, la pérdida de ingresos por la bajada de los impuestos a la luz, a los carburantes o a los tramos más bajos del IRPF, propuestas que el PP quiso abanderar en su momento.
Los editoriales de los diarios conservadores llevan advirtiendo toda la semana del riesgo de fuga de grandes patrimonios a Portugal para eludir la reforma fiscal. Spoiler: no ocurrirá. En primer lugar, porque, como recordaba un divertido titular del Mundo Today, no puedes sacar el dinero que ya tienes fuera. Recuerden, por muy bajos que sean los impuestos, a los ricos siempre les parecerán demasiado altos. En segundo lugar, porque la mejor política fiscal del Gobierno durante esta legislatura ha sido invisible y ha consistido en reforzar como nunca la Agencia Tributaria. A los ricos no les gusta pagar impuestos, pero les gusta menos que les sienten en el banquillo de los acusados.
La realidad es testaruda, y la realidad es que todavía hoy España tiene un Estado de Bienestar incompleto que no es plenamente homologable a los estándares europeos. No lo es por un déficit de ingresos fiscales, 70.000 millones de euros nos separan de la media de países de la Eurozona. Por cierto, quien más está insistiendo en acometer una reforma fiscal progresiva en España en estos momentos es la mismísima Comisión Europea que alerta al Gobierno de que es necesario hacerlo para reducir el déficit. Se acaban los plazos para acometer las reformas en materia tributaria contenidas en el componente 28 del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, cuya ejecución es condición para seguir accediendo a los fondos europeos.