La Tieta se quedó desolada aquél 2-2-22, Año II d.C. -después de la covid-. Su amiga virtual, la Chica Astronauta, se fue sin despedirse, rumbo al espacio sideral. Finnonna era especial. Incluso en la red, brillaba como la estrella a la que dirigió su destino. Cierto es que la pandemia la alejó de la Tierra de forma prematura, relegando sus encuentros a un círculo tan ínfimo que terminó convirtiéndose en su particular lockdown.
Era en los inicios del Metaverso que Mark Zuckerberg anunció con tanta ilusión como un niño con zapatos nuevos. De hecho, en el invierno de 2020 ya entraron los primeros habitantes de este universo irreal. La Tieta intentaba convencer a su amiga en la ZonaZero-BRX de lo inútil que resultaba comprar alguna propiedad en el mundo virtual invirtiendo con bitcoins. Me relataba que “Elisabeta parecía tan entusiasmada como el creador de Facebook en su vídeo promocional, y anunciaba en una fiesta de cumpleaños real que se iba a diseñar un avatar para esta red más que social”.
Porque Metaverso no se iba a quedar con las caras, ni siquiera le daba importancia a una una apariencia física que podría cambiarse a voluntad en una vida metafísica convertida en holograma. “Feelings…”. Recordaba la Tieta que “lo más peligroso, sin embargo, estaba en los sentimientos: encuentros con los amigos, reencuentros con la familia, relaciones íntimas”. Los espacios en 3D del Metaverso permitirían socializar, aprender, colaborar y jugar de maneras inimaginables a través de las Okulus Quest 2, unas gafas de sol con cámara-chip incorporada. Pero no se iba a quedar en una interacción laboral o social. Metaverso disparaba directamente al corazón. Y no olvidemos que las emociones son las que mueven el mundo, como diría el gurú del siglo XX Eduard Punset.
Google no se quedó atrás y se lanzó a un proyecto más ambicioso, el Proyecto Starline, que combinaba avances en hardware y software para permitir que amigos, familias y compañeros de trabajo se sintieran juntos, incluso cuando les separaban miles de kilómetros. De nuevo, se apelaba a los sentidos y a los sentimientos. Era como mirar a través de una especie de ventana mágica y ver a otra persona, de tamaño natural y en tres dimensiones con la que interactuar de forma natural, con contacto visual.
Nada que ver con lo que seguiría tes años después. El Pentágono invirtió todos su recursos en inteligencia artificial en los “nanobots”, una especie de chips en la base del cerebro. El proyecto BrainSTORMS desarrollaría un sistema que usaba nanopartículas y campos magnéticos para monitorizar y controlar las 80.000 millones de neuronas del cerebro. El científico al frente, Sakhrat Khizroev, tenía la clave para desentrañar los secretos del cerebro humano y poder comunicarse de forma directa a través de una máquina.
Ese proyecto inyectaría unos 80.000 millones de nanopartículas para leer y controlar el cerebro, aunque también podían ser ingeridas con un vaso de agua, totalmente seguras para la salud y fácilmente extraibles. Tan fácil como eso, como beber un vaso de agua. Las nanopartículas se unirían a cada una de las neuronas que tenemos en el cerebro para comunicarse inalámbricamente con una máquina.
Dos mil veces más finas que un cabello humano, las MENP (nanopartículas magneto-eléctricas) podían recibir y emitir campos magnéticos a la vez que interactuaban eléctricamente con células humana. El mecanismo para ver el funcionamiento de todo el cerebro en tiempo real e interactuar con cada neurona de forma individual era, en sus orígenes, un casco con sensores magnéticos que monitorizaba la actividad de cada uno de los 80.000 millones de MENPs en tiempo real.
-No espero respuesta, David. Esperaré a ver aparecer tu holograma, como cada noche si incidencias en los chips. Mis nanoboots se han rallado y los sensores necesitan actualizarse. Me lo voy a tomar como unas pequeñas vacaciones, de vuelta al mundo real, antes de que un fallo en el campo electromagnético me haga salir disparada hacia el espacio sideral…
*Dedicado a Fina Cardona-Bosch, @finnonna.