Instagram quiere que seas una marca. La otra opción es que desaparezcas (allí). Si pretendes que alguien te escuche, sé una marca. No caigas en el “síndrome del influencer” (tipificado por youtubers expertxs en crecimiento reputacional online). No subas fotos de tu vida real –salvo si eres joven, guapa; quizá– si pretendes que alguien vea lo que quieres decir. Porque a veces quieres que algo de lo que haces se vea, porque crees –no se sabe por qué lo crees– que necesitas que se vea. Pero si no te has convertido en una marca, si no filtras el contenido y subes solo fotos de cómo reparas un motor, maquillas un ojo o escalas un risco, entonces no. Céntrate. Crea una comunidad. “Pregúntate, ¿qué aportas tú? Las fotos de lo que comes, de tus abuelos… eso no es contenido de calidad”.
Tu vida, online, tiene poco valor –salvo si eres joven, guapo; quizá–. Y eso no debería ser un problema, pero lo es. La profundidad de tus amistades, de qué va tu tiempo libre, tus experiencias sexuales, afectivas, familiares… tus ratitos de gloria y tus miserias, los días de luz y las sombras están condicionados por el algoritmo. Nada que no sepas ni de lo que puedas escapar.
El mundo de los humanos ha cambiado radicalmente en las últimas décadas. Los círculos, de las relaciones personales o profesionales, se han expandido casi hasta el infinito. Podemos tener parejas y trabajos a miles de quilómetros, y no de manera excepcional, sino natural. Las culturas locales se han diluido en el magma global, las lenguas mayoritarias han alcanzado el rango de oligopolio y, en definitiva, nuestro tablero de juego se parece al de nuestros abuelos como un iPhone a una radio de válvulas.
La Tierra es tan otra –para las humanas– que si tuviéramos la oportunidad de asomarnos a las casas de nuestros antepasados más recientes, creeríamos estar en un videojuego de rol de la Edad Media. Es probable que lleguemos a visitar ese antes de ayer (hoy, inhabitable, por comodidad adquirida) gracias al metaverso. Porque las experiencias parte del acceso tecnológico, de la posibilidad de conectarse a otros, pero especialmente a través de datos. La monogamia, los hijos, los padres en otra ciudad o en la residencia, todo se gestiona y condiciona a través de audios de WhatsApp, transferencias de Bizum o posts multidireccionales para resolver asuntos personales.
La cultura, desde la risa o el miedo, desde la fascinación al llanto, está llamada a hacernos pensar más allá de lo que somos. Nos expande. Es como un plug-in. Es el autotune que nos permite cantar aquello que no hemos vivido. Y así nos hace libres, por conocimiento. Nos lleva a anticiparnos, pero también a vernos desde fuera. La cultura nos pone en situación de pánico, pero es un aprendizaje seguro. El libro, la peli, el viaje, todo se acaba. Después, al tiempo, a veces no, pensamos de tal forma que pareciera que lo visto, oído o leído nos pasó. Pero no, solo fue una ventana temporal. A veces, como decía, desde fuera y hacia dentro.
El pasado viernes tuve una de esas experiencias. Manifest antiromàntic, una producción del Institut Valencià de Cultura estrenada en el Teatre Principal, fue directa a la yugular. Incómoda y efectiva, a través de la música de Prozak Soup y con la ópera corta escrita por Joan Palomares y Pau Berga me trasladó a otro sitio que no era lo que sucedía en escena. Me vi desde fuera y pensé en mi frustración respecto de que para los más jóvenes el cine de Wilder, los personajes de Alice Munro, From Hell de Alan Moore o cualquier obra de arte del siglo XX les sea completamente ajena e irrelevante. Insisto que, mientras en escena sucedían otras cosas, más propias del primer párrafo de este texto o de la vida real online de casi todos, me sentí culpable por desear que alguien pudiera sacar algo del arte donde yo me sentí cómodo y aprendí. Un arte que habla de un mundo que, mucho más rápido que los mundos anteriores, ya no existe.
De manera individual, cualquiera de los nativos de TikTok puede divertirse con el cine de género de los 70. De manera general, qué difícil es que la serie B y el gore de los 80 y 90, como a mí me enseñaron, acaben por aportarles ideas claras sobre la lucha social que existe a partir de la supremacía de poder del hombre blanco occidental. Por eso celebro la experiencia del Manifest antiromàntic, aunque mi cabeza estuviera a otra cosa. Porque el lugar de la cultura, en el gran teatro, no puede ser el de reproducir ad infinitum con un programa que, más que nunca, nos habla de personas, situaciones y pensamientos de los que ya no queda rastro. Para los humanoides de 2022, poco importa si tienes 16, 36 o 66 años: el algoritmo, el acceso a la tecnología, la presión del tráfico de datos que influye al mercado publicitario en el que se sostiene el sistema, eso, exige a ver todo arte pasado como algo mucho más alejado de lo que a mí me pareció La noche de Halloween de Carpenter vista 20 años después. 20 años después, Los lunes al sol, Ciudad de dios o La habitación del pánico están muchísimo más alejadas del adolescente que necesita a la cultura en su lugar. Y su lugar seguirá siendo una pantalla salvo que los canales alternativos –como el teatro– les den paso. Pero no como intérpretes o reescribiendo sus vidas, sino como autoras y autores, que es la principal razón por la que su cultura, su lugar, está donde está permitido contarse a uno mismo (aunque el contexto les fuerce a hacer de sí mismxs una marca).