VALÈNCIA. La proclamación oficial del adiós a las medidas extraordinarias acordadas en nuestro país para abordar la pandemia, más de tres años después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) la declarara, pasó fugaz por las portadas de los diarios, eclipsada por los calores veraniegos, el inicio de la campaña electoral del 23J, la boda de Tamara Falcó y otros asuntos locales de interés como la intención de la nueva alcaldesa de eliminar uno de los carriles bus de la calle Colón y abrir el paso a los vehículos particulares desde Porta de la Mar.
Dejar de tener a mano las mascarillas no ha merecido ni breves diálogos de ascensor, a pesar de las veces que desistimos de entrar en una farmacia por no llevar una encima. Tras la caída del incómodo complemento, los que frecuentan estos espacios o los centros de salud se sorprendían al descubrir los rostros de personas que no imaginaban con ese aspecto y, más allá de la mayor o menor guapura, siempre se agradece una sonrisa, antes solo intuida en los ojos. Poco más, deseamos pasar página discretamente, sin celebrar el poder prescindir del que se había convertido en símbolo de protección y seguridad.
No queremos seguir dándole vueltas a cómo el temor constante se metió en nuestras vidas cual sombra invisible, que nos acompañaba a cada paso en forma de virus en el aire. Para los que tuvimos la suerte de no perder a familiares o amigos cercanos, el terror asomaba en la televisión, y los meses más duros del confinamiento parecen episodios en una galaxia muy lejana, con las colas en los aparcamientos de los supermercados y las interminables sesiones de teletrabajo, telequedadas y demás actividades a través de las pantallas.
"No queremos seguir dándole vueltas a cómo el temor se metió en nuestras vidas, cual sombra invisible que nos acompañaba a cada paso"
Me fuerzo a pensar en aquellos meses, porque una amnesia colectiva parece haberse expandido como si borrar el coronavirus nos protegiera, cuando, en realidad, es todo lo contrario, porque somos memoria: lo vivido, la experiencia acumulada, se mezcla con nuestras expectativas y planes para guiar nuestra conducta, aseguran los que saben de neuronas.
Recordar lo bueno y lo malo sirve como salvaguarda frente a las vicisitudes de la vida, por lo que podría decirse que la memoria funciona como un faro que nos ayuda a navegar por los mares turbulentos de la existencia. Sin embargo, en una muestra más de nuestro paradójico comportamiento, en demasiadas ocasiones buscamos refugio en el olvido, quizás por el estrés acumulado y la fatiga emocional que nos arrastra a intentar recuperar la normalidad que perdimos.
Pero no podemos permitir que la seducción del olvido nos engañe. Cada muerte merece ser recordada, no para alimentar el sufrimiento, sino para enfrentar mejor futuras adversidades. La pandemia ha dejado familias rotas, sueños truncados, problemas de salud mental y un largo etcétera de desgracias; pero esperemos que, también, haya dejado conocimiento sobre cómo afrontar este tipo de situaciones, que podemos volver a vivir con bastante probabilidad si hacemos caso a las alertas de los expertos.
De los duros momentos también se extraen valiosas lecciones y no me refiero a aprender a hacer pan o realizar videoconferencias con los abuelos: sobre todo hemos comprobado la necesidad de fortalecer la sanidad pública.
Quitarnos las mascarillas del todo es una liberación, pero, como dijo el ministro de Sanidad, es importante mantener la «cultura de responsabilidad» adquirida durante estos años: deben seguir usándose cuando tengamos síntomas de infección respiratoria y, por si acaso, guardémoslas en un lugar accesible. Que lo que venga nos pille con una cerca.