E. Esperpento, esperpéntico/a
VALÈNCIA. «Deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España», la última indicación de Max Estrella a don Latino en Luces de bohemia es idónea para entender el cine de Berlanga. Que Luis García-Berlanga partió de las mismas decisiones estéticas que Valle-Inclán en su literatura no es novedad —estas líneas pretenden, solo pretenden, asentar algunas ideas—. El cineasta vio en el esperpento el pretexto estético mediante el que confrontar al individuo con la sociedad, el elemento catalizador para mostrar la tragedia con actitud festiva.
Ya Baudelaire en el siglo XIX hablaba de la facilidad que tenían los españoles para el humor negro y la deformación grotesca, para reírse de nuestra sociedad con crueldad. Esa crítica ácida ha estado siempre presente en nuestras manifestaciones artísticas más castizas. Y es que puede que España no sea más que eso, por lo que no extraña que la comedia sea el género predilecto en nuestro cine, sobre todo en su faceta costumbrista, corrosiva.
Tras los inicios de Berlanga, cercanos a un neorrealismo desencantado, su cine dio un giro estético después de presentar sus dos films más ‘cosmopolitas’, La boutique (1967) y Tamaño natural (1974). Será a partir de los episodios nacionales cuando opte por el sentimiento trágico de la vida española que está en la génesis del esperpento de Valle-Inclán. La deformación con la que Valle jugaba en su literatura, Berlanga la maneja con soltura en la caótica escenografía de sus guiones —planos picados, trávelins, panorámicas, planos secuencia—.
Ambos fueron hábiles utilizando la retórica, la ironía y el humor negro del que hablaba Baudelaire. Unas técnicas que coinciden con las amargas palabras de Max Estrella que definen el esperpento en Luces de bohemia: «La tragedia nuestra no es tragedia (…). El sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada (…). España es una deformación grotesca de la civilización europea».
Personajes marginados y rechazados por la sociedad, personajes como marionetas dirigidas por otros, como ocurre en El verdugo; la inmovilidad de los poderes establecidos en Plácido; la falsa caridad de muchos de los personajes como también en Plácido o en Todos a la cárcel, así como la atención dedicada a las apariencias en ¡Novio a la vista! y la trilogía dedicada a los Leguineche. La constante reutilización de eslóganes políticos del momento como el Plan Marshall en ¡Bienvenido Mister Marshall!, los milagros de Lourdes y Fátima en Los jueves, milagro o la aparición de campañas publicitarias como la de Esa pareja feliz. Son algunos de los ejemplos esperpénticos que harán del cine de Berlanga la gran fiesta que era España.
Apuntar que el inicio del esperpento llegó a nuestra pantalla algo antes, con El pisito de Marco Ferreri (basado en una novela de Rafael Azcona). También con Edgar Neville y Luis Buñuel. Sin embargo, alcanzó su mayor esplendor con Juan Antonio Bardem, Fernando Fernán-Gómez y el realizador valenciano. Una tendencia que pervive en el cine actual con cierta evolución. Y es que el séptimo arte está lleno de materiales esperpénticos. Desde José Luis Cuerda, a Álex de la Iglesia o Pedro Almodóvar. Y también en películas más modestas, tan humildes como castizas, como ocurre con Carmina o revienta, de Paco León, o en la no-ficción con Muchos hijos, un mono y un castillo, de Gustavo Salmerón. O la serie Paquita Salas.
Reconocer que quien firma estas líneas no es fan de la comedia ni de lo socarrón. Son ese tipo de chascarrillos los elementos discursivos que, por lo general, me sacan más de la historia que me acercan. Reconocer también que la filmografía de Berlanga llegó tarde a mi cinefilia. En este sentido, revisitar el esperpento a través de su cine solo lo concibo entendiendo la obra de Berlanga como un producto de un tiempo, de su tiempo. Un tiempo de posguerra, de crisis cultural y con un régimen político deficiente, una moral muy minada y un desencanto social que llevaría a la población a asentarse en el conformismo.
Si algo hay que reconocerle al valenciano es la capacidad de crear empatía con sus personajes más allá del llanto y la risa, sin que se dé un sentimiento de superioridad
Si algo hay que reconocerle al valenciano es la capacidad de crear empatía con sus personajes más allá del llanto y la risa, sin que se dé un sentimiento de superioridad del espectador para con ellos. También su tarea de traer a la pantalla la memoria histórica, de ridiculizar instituciones rancias; pero hay actitudes conservadoras en sus personajes, diálogos paternalistas, posturas misóginas y comentarios peyorativos difíciles de justificar hoy, que solo pueden entenderse en aquel tiempo.
La deformación de la realidad social a través del esperpento continúa siendo una fórmula estética válida, pero la realidad social ahora es otra. En un contexto en el que el modo de producción de los bienes materiales determina la conciencia social y la vida espiritual, los márgenes son otros y las miserias morales también son muchas otras. El esperpento contribuye al arraigo entre tanta globalización, a buscar la empatía entre la colectividad. Esa es la lectura —o una de ellas— que se puede hacer desde esta generación. Mi generación, la de la precariedad ontológica ligada a multitud de factores.
Desconozco cómo será el cine y la comedia escrita por las próximas generaciones, tan solo espero que no trate algunos temas porque ya estarán superados. Espero que no aborde la reducción de la ingesta de carne y que los asesinatos por orientación sexual sea un debate más que superado. Los discursos problemáticos serán otros y los antihéroes también; y serán deformados desde la burla hasta superarla y alcanzar la empatía. Porque hay planteamientos que no se deben perpetuar.
Es la película más veraniega de su filmografía. La más mediterránea, la más luminosa. También de las que menos le gustaban a Berlanga, porque es una de las tres historias que no nacieron de él —junto con Las cuatro verdades (1962) y Novio a la vista (1954)—. El guion le vino dado y no veía la forma de hincarle el diente. El rodaje fue complicado y, además, es la única película que no cobró; motivo suficiente para tener un recuerdo agrio del film.
Peñíscola se convierte en un pueblecito imaginario, Calabuch, habitado por vecinos afables suspendidos en un tranquilo limbo, ajenos a cualquier atisbo de dictadura; una suerte de Arcadia donde es posible ser feliz. La llegada de George Hamilton (Edmund Gwenn) será la novedad, un hombre que escucha y ayuda desinteresadamente y acabará siendo querido por todo el pueblo. Un tipo aparentemente sin pasado que, sin embargo, es un científico norteamericano que huye del país, cansado de fabricar bombas atómicas.
A pesar de retocar el guion inicial, Calabuch es sentimentaloide, idealista y paternalista. El cineasta trata a sus personajes con tal ternura y bondad que molesta. Sorprende que hasta el carabinero sea bueno, sin espacio para la crítica en un momento en el que el Estado estaba lleno de presos y fusilaban a la gente. Una película inscrita en el neorrealismo italiano donde Berlanga al menos coló la pólvora y los fuegos artificiales que tanto le gustaban, anécdota de la que presumía, ya que presumir de haber cobrado era más complicado.