Asistí el otro día al tierno e ingenuo intento de un vendedor de enseñar a una muchacha, que rondaría la mayoría de edad, mes arriba, mes abajo, a aplicar el porcentaje de descuento. Un 20%, en concreto. “Corres la coma a la izquierda para el diez por ciento”, le decía. “El resultado lo multiplicas por dos”, continuaba. “Y eso es lo que le tienes que quitar al precio total, para saber en cuánto se queda”. La muchacha lo miraba como a un físico nuclear del CERN, el laboratorio suizo en el que o damos con las claves del universo conocido, según las optimistas expectativas de la ciencia, o reventamos el planeta con un agujero negro, según los presagios infundados de los terraplanistas. Al final, la chica se llevó a casa lo que estaba comprando, un regalo. Le bastó con saber el precio final, que le pareció bien. No daba la impresión de querer llegar a casa para esconder la sorpresa navideña y buscar un tutorial para aprender la matemática de las rebajas. No me sorprendió tanto la falta de interés de la clienta por adquirir conocimientos que pueden ser útiles en el día a día, pero también solventarse con una simple pregunta. Me fascinó el intento del dependiente de aplicar una pedagogía que, seguro, no entra en ninguna de las cláusulas de su contrato de trabajo.
En plena borrasca de números, nos hemos acostumbrado a cerrar las ventanas de casa y esperar que pase el temporal de la inflación. Es lógico. Bastante tenemos con llegar a fin de mes como para tratar de entender qué es lo que está pasando. Además, al contrario de lo que pasa en el túnel de partículas del CERN, da la impresión de que asistimos al acoplamiento de las placas tectónicas de la macroeconomía, con determinados países arañando sus cuotas de poder, su posicionamiento en los mercados. Y lo extraordinariamente grande es tan difícil de ver como lo infinitamente pequeño. El problema es que tampoco queremos aprender lo que sí está a nuestro alcance. Frente a la escasez de materias primas y la subida de precios, un poco de moderación en el consumo, de freno a los caprichos –no a las necesidades- y de reciclaje de nuestro síndrome de Diógenes particular contribuiría tanto a mejorar nuestra economía como el estado del planeta. Si hasta algunas marcas de moda, una industria basada en acumular en nuestros armarios productos que no precisamos, ya están apostando por la reutilización de las prendas, deberíamos darnos cuenta de que urge la contención. Pero, como en el caso de la muchacha de los porcentajes, ante las instrucciones para comparar precios en beneficio de nuestros bolsillos, preguntamos si nos pueden envolver la compra en papel de regalo.
Nadie se libra, por supuesto. Mientras recuerdo, pienso y compongo este vals, siento a mi lado la mirada burlona de los regalos que he ido acumulando para la próxima Nochebuena, porque en casa los niños somos más de disfrutar de los juguetes durante todas las vacaciones y no esperar al último día a que lleguen los camellos de los Reyes. Nadie les puede pedir que adelgacen ni un nanogramo la ilusión de la Navidad, como nadie les pide que dejen de beber cuando se defiende la mesura en el consumo del agua, que dejen de comer cuando se trabaja en la reducción del consumo de carnes rojas ni que dejen de soñar con paraísos exóticos cuando se insiste en recortar las salidas en avión. Únicamente un poco de reflexión para entender que las matemáticas no son solo cosa de filósofos griegos. Que seguro que no pensaban en estrenar una túnica cada vez que explicaban un teorema.
@Faroimpostor