Pocas ciudades hemos visto tantas veces como Nueva York. Y no por el número de ocasiones en las que se ha saltado el charco sino por todas las series y películas que en ella se han rodado, que llevan a esa sensación de haber comido antes en el Katz’s, paseado por el Central Park o cogido un tren en la la Grand Central Station. Una impresión de conocer sus rincones, sus calles y sus edificios, pero muchos desconocen la conexión que tiene Nueva York con València. Un vínculo que lleva la luz de Sorolla pero también a la monumentalidad de las obras de Santiago Calatrava o la genialidad de las bóvedas de Rafael Guastavino. Siguiendo sus pasos se conoce la Nueva York con ADN valenciano.
La primera parada de esa Nueva York valenciana es la Grand Central Terminal, por la que cada día pasan más de 700.000 personas y ha sido escenario de numerosas películas, algunas con escenas tan míticas como la de Cary Grant con gafas oscuras intentado huir (Con la muerte en los talones, de Alfred Hitchcock) o la de Al Pacino agonizando en una camilla (Atrapado por su pasado, de Brian de Palma). Sin olvidar esos momentos en la barra de Don Draper y Roger Sterling (Mad Man) tomando un coctel en el Grand Central Oyster Bar, ubicado en el vestíbulo inferior de la Grand Central Terminal. Y es precisamente al Oyster Bar donde hay que dirigirse para admirar, antes de entrar, la conocida como Galería de los susurros (The Whispering Gallery), diseñada por Rafael Guastavino. Se trata de una bóveda de doble parábola cuya peculiaridad es que es posible escuchar el sonido desde una de sus columnas a su opuesta.
Esa solución técnica es la que llevó a Guastavino a triunfar en Nueva York, ciudad a la que llegó en 1881, en un momento en el que la urbe estadounidense vivía un crecimiento frenético y en la que el fuego era la principal amenaza, y más teniendo en cuenta que el material que se empleaba era la madera. En este contexto, Rafael Guastavino plantea una solución: las bóvedas de ladrillo, que recoge la tradición arquitectónica mediterránea y la perfecciona rematándola con un acabado cerámico ignifugo. Un tipo de bóveda tabicada que es conocida como la volta catalana, después de que el arquitecto Puig i Cadafall la definiera así. Por cierto, una bóveda que él mismo patentó.
Sus famosas bóvedas se pueden encontrar también en edificios en desuso. Es el caso de la estación City Hall Station, que dejó de utilizarse en 1945 y desde entonces se la conoce como la estación fantasma. La parada estaba construida en una pronunciada curva de 121 metros —distancia requerida para albergar a un convoy de cinco vagones de aquella época— lo que dificultaba los trabajos. No para Guastavino, que solucionó la complejidad de la obra con una bóveda tabicada ornamentada con azulejos de colores, candelabros de latón y tragaluces. Era, con diferencia, la estación más hermosa de Nueva York. De hecho, está considerada monumento histórico de la ciudad y registrada desde 2004 en el Registro Nacional de Lugares Históricos (NRHP) de Estados Unidos. Lamentablemente no está abierta al público —hay visitas guiadas dieciséis veces al año—, pero se puede ver a su paso del tren de la línea 6 que conduce a Brooklyn Bridge/City Hall y verla a su paso.
La ruta de Rafael Guastavino lleva también a cruzar el mítico puente de Queensboro, célebre por ser la estructura que aparece representando a Nueva York en la película Manhattan de Woody Allen. De hecho, la foto desde el banco en el que están sentados Woody Allen y Diane Keaton con el puente iluminado al fondo es mítica. Una imagen en la que se aprecia que las bóvedas de Guastavino son parte integral de su estructura. Su legado en Nueva York también se puede descubrir en el Museo Metropolitano de Arte (Met); la Universidad de Harvard, Berkeley y Yale, el edificio principal de la Isla de Ellis… y así hasta un total de 223 edificios. Una prolifera obra que llevó al New York Times a bautizarle como ‘el arquitecto de Nueva York’.
El idilio artístico de Nueva York con València habla también del Mediterráneo y su luz, esa que tan bien supo captar Joaquín Sorolla. Una admiración por el artista valenciano que se debe a Archer Huntington, que al conocer su obra no dudó en realizarle un encargo: reflejar la historia de España para el museo de la Hispanic Society en Nueva York (HSA), inaugurado en 1904. Sin embargo, a Sorolla no le convenció la idea y optó por una representación de las regiones destacando sus costumbres. La llamó Visión de España y el propio Sorolla predijo que “se comerá los mejores años de mi vida”. Estuvo en lo cierto porque durante ocho años (de 1913 a 1919) el artista viajó por toda España para captar las tradiciones de los pueblos bajo esa luz que tanto le obsesionaba.
Para tal empresa viajó hasta Castilla, Sevilla, Aragón, Navarra, Guipúzcoa, Andalucía, Sevilla, Galicia, Cataluña, València, Extremadura, Elche y Ayamonte. El resultado son los catorce paneles al óleo que están expuestos en la planta baja de la Hispanic Society en Nueva York y que hoy se pueden visitar. En ellos se pueden admirar escenas en las que aparecen trajes típicos españoles, festejos populares, mercados y lonjas, bailes tradicionales e incluso encierros. Un viaje personal del pintor en la búsqueda del “alma” de España pues como él mismo explicó: “Quiero establecer la psicología de cada región de acuerdo con toda la verdad”.
Con un total de 243 piezas, la Hispanic Society of America es una de las instituciones internacionales que más obra de Sorolla atesora, pero también se caracteriza por su espectacular colección de pintura española, pues con más de 900 pinturas y 6.000 acuarelas y dibujos, ofrece una completa perspectiva de la pintura y el dibujo españoles, incluyendo obras maestras de El Greco, Velázquez, Goya y Sorolla. De entre ellos destaca el retrato de la Duquesa de Alba vestida de negro de Goya. De hecho, no existe otra institución en el mundo que ofrezca una visión tan completa del mundo hispano, lo que le valió el Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional en 2017. Por todo ello merece la pena salirse del circuito tradicional e ir al Upper Manhattan para visitar el museo biblioteca fundado por el hispanista Archer Milton Huntington y admirar tanto la obra de Sorolla como la de otros artistas españoles.
La Nueva York valenciana también pasa por el corazón de la ciudad: El World Trade Center, el símbolo del poder financiero que tras los atentados del 11-S quedó en escombros. En ese espacio se encuentra el Oculus, la obra con la que Santiago Calatrava desembarcaba en Nueva York después de haberlo hecho en otros países. Aquel dibujo de un un niño soltando un pájaro de sus manos que dibujó en la presentación de su propuesta lo tradujo en un diseño donde un par de marquesinas de vidrio y acero se arqueaban sobre las aceras del Down Manhattan, como si se tratase de un ave fénix que resurge de sus cenizas. Entre los arcos, un tragaluz operable de 90 metros enmarca una porción del cielo de Nueva York y se abre en días templados y cada 11 de septiembre.
Inaugurado en 2016, el Oculus es la estación principal de lo que hoy se conoce como la Central de Transporte del World Trade Center, una de las terminales del sistema de la Autoridad Portuaria Trans-Hudson (PATH, por sus siglas en inglés). El espacio incluye un centro comercial, el Westfield World Trade Center, de unos 34.000 m2 de superficie y da acceso a las cuatro plataformas subterráneas de la estación.
Santiago Calatrava puede presumir de ser el único arquitecto en el mundo que tiene dos proyectos en la Zona Cero de Nueva York, pues también cuenta con el diseño de la iglesia ortodoxa griega de San Nicolás, que se alzaba entre los rascacielos del World Trade Center como resto anacrónico del Manhattan de los años veinte y que fue destruida en los atentados del 11-S. Dos décadas después la construcción del nuevo templo fue encargada al arquitecto valenciano.
Tomando como referencia la arquitectura bizantina, Calatrava propone un rotundo volumen circular flanqueado por cuatro torres y coronado por una cúpula nervada al estilo de Santa Sofía que, gracias a su revestimiento con finas placas de mármol iluminadas, brilla en la noche neoyorquina. Una obra con la que Calatrava busca convertir este icónico lugar en un espacio abierto al mundo, independientemente de su religión y en un lugar para la oración, la meditación y la hospitalidad.
Así, Sorolla, Guastavino y Calatrava lograron el sueño de hacerse un hueco en Nueva York y hoy su legado se puede admirar en una de las ciudades más cosmopolitas y visitadas del mundo.