No es unidad todo lo que reluce en los partidos políticos. Pedro Sánchez ha adelantado el consejo Federal de su partido con el fin aparente y premeditado de purgar a sus críticos, a aquellos que no le bailan las aguas revueltas socialistas, inquietar a los barones y dar ejemplo de qué es lo que ocurre cuando uno no sigue unas premisas cesaristas. Con calculadas espurias intenciones se pretende crear el marco mental o generar la proyección de que el PSOE es un polvorín en el que todos están deseando hacer volar por los aires la estructura prisionera que ha creado Pedro Sánchez. Nos quieren hacer creer que en el resto de formaciones las cosas son distintas, que todos los militantes orgánicos comulgan con ruedas de molinos aunque algunas ocurrencias sean más fantasiosas que los gigantes que vio El Quijote; precisamente la actitud quijotesca ante la vida es muy habitual en todas las siglas, ese instinto de rebeldía, esa recreación íntima en las propias sensibilidades. Lo que ocurre es que mientras en el resto de camarillas al disidente se le margina sutilmente cual apestado o se le deja discrepar con libertad, en el PSOE no hay espíritu crítico que valga desde que Pedro Sánchez se juró a sí mismo vengarse de todo el que amenaza con volver a moverle la silla y mandar al ritmo de su Peugeot a los críticos al exilio.
Aunque pueda parecer distinto, pese a que en las formaciones de la derecha se intente aparentar una armonía cerrada, también existen discrepancias. Cicatrices, estrías propias del cuerpo orgánico que engorda más rápido que la elasticidad de su estructura corporal. Ya hemos visto cómo Vox, en cuanto ha cogido poder, en cuanto se ha hecho mayor y ha dejado de ser un partido con aspiraciones a gobernar a evolucionar en un partido de gobierno, se han abierto las primeras heridas sentimentales, despechos como consecuencia de decisiones políticas incomprensibles para muchos. Comentan los cargos de Vox esa pataleta gesticulada en la que Vicente Barrera saludó a Santiago Abascal con la misma efusividad arisca con la que el futbolista Dani Carvajal saludó a Pedro Sánchez; le hubiese gustado a alguno de la formación conservadora que alguien cogiese a su líder con la misma energía que agarró el lateral a aquel atacante francés en la semifinal y así que no hubiese dado nunca esa fatídica rueda de prensa con aires de responso funerario de los gobiernos autonómicos.
En el Partido Popular valenciano siempre ha existido una rivalidad entre las diferentes familias, cuitas internas disimuladas sin caer en las luchas cainitas a las que acostumbra la izquierda, pero fricciones conyugales al fin al cabo; son algo parecido a las riñas maritales de la mítica serie de Escenas de matrimonio, broncas de oxímoron de las que todo el mundo se entera pero que en realidad no se airean fuera de la casa de los protagonistas. Ahora en público lo niegan, pero hay un sentimiento íntimo entre miembros de las diferentes ejecutivas añejas del PP que la formación no está siendo cuidado desde la raíz, que la formación no tiene un rumbo claro. Intentan achicar agua algunos pesos pesados de la vieja guardia, que con un proselitismo mesiánico promulgan planes y recetas para volver a un tiempo pasado que fue mejor en la estructura del partido. Así lo atestigua las peregrinaciones jubilares de Francisco Camps, que con esperanza divina intenta coser el partido desde la base recuperando sensaciones de antaño. El señor Camps lo negará en público, pero en cuanto el foro se presta a unos murmullos confesionales se despacha a gusto haciendo propósito de enmienda por todos los errores que su partido está cometiendo.
La única diferencia, una que siempre ha existido, es que mientras la derecha tiene la destreza de limpiar los trapos en su casa, la izquierda prefiere no solo lavarlos en la plaza pública sino regenerando unos nuevos ropajes y purgarlos con la propia sangre de sus compañeros.