VALÈNCIA. En esta época en la que parece volver a la vida hasta lo que nunca la perdió (y por tanto, no es resurección, sino repetición), a veces se llega a tiempo para rescatar del olvido lo que, de alguna manera, solo existió “en letra impresa”. Antonio Llorens recogía el pasado sábado el Premi d’Honor de los Berlanga a toda una trayectoria como cineasta que abarca desde la producción o la exhibición hasta la dirección. La Mostra, tan solo unas semanas antes, proyectó por primera vez en pantalla grande y más de 10 personas en la sala la filmografía completa de Lluís Rivera, uno de los cineastas más radicales de la historia del cine valenciano. Y en La Filmoteca, la obra maestra de Ángel García del Val, Cada Ver Es, muestra su última restauración para celebrar el Día Mundial del Patrimonio Audiovisual.
Se podría afirmar que, en lo que llevamos de curso, el cine independiente valenciano ha estado incluso más vivo y atendido que cuando se hacía. No en vano, este movimiento, que abarca desde 1967 hasta 1975, recibió una segunda denominación, el cine de los malditos. El concepto lo puso sobre la mesa Abelardo Muñoz en El baile de los malditos, una de las publicaciones más lúcidas del cine valenciano, publicado en el 99 por La Filmoteca, en colaboración con Cinema Jove y el IVAJ. Muñoz relataba entonces la breve historia de un sueño que nacía con su fracaso predispuesto.
El cine independiente valenciano fue, en realidad, un puñado de nombres que crecieron juntos: Antonio Maenza, Rafael Gassent, Josep Lluís Seguí, María Montes, Lluís Rivera, Luis Núñez, Antonio Llorens, Pedro Uris, Juan Vergara, Ferran Cremades y Ángel García del Val, principalmente. Enumerados parecen muchos, pero en realidad fue una escena que por muy radical también tuvo un recorrido limitado.
Durante esta década prodigiosa, estos cineastas venían de otras disciplinas artísticas, de otros oficios, de vidas inocentes paralelas. El cine sirvió, en los últimos coletazos del franquismo, con la censura más relajada, para problematizar todo, incluso el cine. Y eso se convirtió, entonces, en su principal marca de la casa. “Les unía la voluntad de rodar, la escasez de medios (sobre todo, económicos) y unos fundamentos teóricos a menudo imprecisos (en torno a Godard, mayo del 68, Debord), que no obstante les servían para apuntalar sus imágenes a nivel conceptual”, resume Eduardo Guillot en el primer número de la nueva vida de Quaderns de La Mostra, dedicada a la figura de Lluís Rivera.
Orfeo filmado en el campo de batalla, dirigido por Antonio Maenza con el guion del poeta —también maldito— Eduardo Hervás, fue algo así como el disparo de salida. Un mediometraje de poco más de treinta minutos de metraje que servía como un carrusel de las ideas revolucionarias que venían a dar solución al hastío existencial provocado por la atmósfera opresora de aquella época, y que a Hervás le llevó hasta la muerte.
A partir de entonces, se puede contar cerca de una cincuentena de films que se pudieron ver en cineclubs de la ciudad, en los que estaba el proyector encendido y unos pocos pares de espectadores. Las películas de los malditos nacieron de las conversaciones que surgían al salir de los cines de arte y ensayo de la ciudad, y se quedaron donde nadie les dijera nada, donde la censura no llegaba porque realmente le daba igual. De ahí salieron títulos Travelling, Orson Sade, Sega Cega o Salomé; pero también experimentos que, si bien se daban paralelamente en otros lugares del mundo, aquí resultaban nuevos: “recuerdo que me impresionaron mucho las películas de Seguí, y luego en un viaje a París, vi films de Godard y se parecían mucho, sin que Seguí hubiera visto nada de Godard. Era una cosa… en aquella época había something in the air”, explicaba Rivera en una entrevista reciente a Última Fila.
Pero, volviendo al texto de Muñoz, “el cine independiente valenciano es un fantasma que en ocasiones toma cuerpo; en realidad, se define por lo que falta, por aquellas producciones clave que jamás ser verán ni podrán archivar en filmoteca alguna”. Lo que ya empezó con dificultades por la raquítica industria valenciana, que en un siglo solo ha podido presumir de poco más que Cifesa, se encontró con dos dificultades: con una parte de los cineastas que no tenía intención alguna de llegar a ese espacio del audiovisual, y a otra que quiso pero no pudo, con la única excepción de Carles Mira.
Mira, por cierto, fue especialmente crítico con esto porque “el cine, si no tiene voluntad de ser exhibido, de ser montado, creo que no existe”, concluyendo así que “el cine independiente valenciano no es más que una mentira pequeño-burguesa”. Muñoz, por otra parte, ya desde el principio de su relato advierte que “ni la existencia de dos certámenes, las exhibiciones, los debates, los manifiestos entusiastas y rompedores, dejaron poso. No hay escuela”.
Rivera subraya con orgullo su carácter marginal: “Lo de los malditos no lo tomamos como una descalificación, casi lo peor que nos podían decir era lo de cine independiente. ¿Independiente de qué? La respuesta era fácil: independiente de todo. No teníamos limitaciones ni temáticas, ni de metraje, ni de tiempo de producción ni de presupuesto. Hacíamos lo que nos daba la gana, cuando nos daba la gana. Éramos pobres pero felices”.
El texto de Muñoz, del 99, tiene toda la razón: la militancia de los cineastas también tuvo un compromiso con Filmoteca Valenciana, que es es algo así como el baúl de aquellos recuerdos. Las películas en 16mm y 8mm, las grabaciones caseras, los montajes experimentales… De lo que quedó, gran parte está ahí. Y muchos títulos se han ido digitalizando.
Pero, ¿es verdad que no dejaron poso? Seguro que no de manera instantánea, visto lo visto. El cine independiente valenciano abandonó sus pretensiones (que eran muchas) y cedió aquel yermo a los sucesivos intentos de montar una industria que nunca acabó de florecer. El cine valenciano siempre ha soñado más de lo que la realidad le ha permitido.
Pero ahora, con el paso del tiempo, y un buen puñado de esa retahíla de nombres desaparecidos, las instituciones se han puesto las pilas para darles una nueva vida más allá de los estantes de la Filmoteca. La Mostra recupera a Lluís Rivera, que presentó hace unas semanas AutoBioFilmoGrafía, su metraje más largo hasta la fecha, que repasa, en sus inicios, aquellos locos años. La Generalitat reconoce a Llorens como “el obrero del cine valenciano”. Y todo esto llega en un momento en el que, democratizado el acceso al cine, las periferias están más vivas que nunca. ¿Y si el destino del cine independiente valenciano pudiera cambiar 40 años después? Más oportunidades tiene, sin duda; aunque lo que no está pensado para ser cómodo, difícilmente lo será nunca.
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