¡NO ES EL MOMENTO! / OPINIÓN

La tortilla de patata de Felipe de Borbón

24/09/2023 - 

El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) es otra de esas peculiaridades españolas que uno sólo aprecia enteramente cuando sale fuera y descubre que no es normal que las democracias occidentales de nuestro entorno dispongan de un organismo público dedicado a hacer demoscopia política, de lo que suelen encargarse empresas privadas. Cierto es que la cosa puede tener sentido si una institución como ésta se ocupa esencialmente de construir series históricas que permitan conocer mejor y trazar la evolución de la opinión de nuestras sociedades por medio de estudios sólidos y técnicamente bien realizados respecto de todo tipo de cuestiones más allá de las de política partidista que quizás puedan no ser llevados a cabo de manera sistemática por el sector privado por no tener mercado (incluso, para estas finalidades, podría hasta justificarse que haya entes autonómicos equivalentes, aunque no necesariamente el trabajo de campo haya de ser realizado por instituciones públicas).

Pero el CIS, aunque haya ido poco a poco aprendiendo a hacer también esto último, nació para lo que nació y eso todavía se nota. En tanto que en sus orígenes fue órgano de recopilación de información para el gobierno de turno, todavía arrastra muchos tics que sin duda tienen que ver con ese origen. Y ello sin que haga falta que su responsable sea un José Félix Tezanos que es evidente que en esta última fase ha extremado algunas de estas peculiares señas de identidad. Que mensualmente nos proporcione barómetros políticos detallados (en ocasiones sorprendentemente disonantes con lo que publican los institutos privados) no es algo malo en sí mismo dado que, al menos, ahora ya se difunden para toda la ciudadanía y no quedan sólo en manos del gobierno. Que deje sin recopilar de manera completa los datos sobre cuál es y cómo va evolucionando el humor político de los españoles, en cambio, ya es más grave.

Siendo constructivos, es claro que se detecta un propósito de enmienda y por fin está empezando a emplearse el CIS para lo verdaderamente importante. Así, recientemente, hemos tenido ocasión de saber, gracias a que la institución ha puesto todos sus medios técnicos, que son muchos, manos a la obra, que los españoles prefieren la tortilla de patata con cebolla a la tortilla de patata tristemente huérfana de más añadidos en una proporción considerable, casi de 3 a 1. Bien está que cuestiones de fondo, que explican cómo somos sobre disyuntivas básicas, sean analizadas de vez en cuando por el CIS. E incluso que se cree una serie histórica sobre el tema, si hace falta. Aunque sólo con este primer esfuerzo ya hemos sabido, además, algunos detalles adicionales interesantes, como que los jóvenes son si cabe más “concebollistas” que las generaciones mayores, lo que sin duda es perfectamente coherente con el tipo de gusto gastronómico que se ha ido asentando en los últimos años, que huye de la sencillez y tiende a preferir platos con más ingredientes y más sabor a los más básicos. También que la pauta de aborrecer la tortilla sin cebolla tiene pocas excepciones regionales, pues a la vista de los microdatos apenas si Galicia resiste fiel a los principios de pureza patatil, si bien hay regiones como el País Valenciano o las Baleares donde esta opción también cuenta con muchos adeptos. Una vez más, el núcleo irradiador lo ha vuelto a hacer, sin embargo, y casi toda España asiste a un avance paulatino y constante de la cebolla como elemento esencial de toda tortilla reciamente española que se precie. Indepes incluidos.

La encuesta del CIS sobre la tortilla de patata es interesante, sin embargo, y sobre todo, porque nos da indirectamente información sobre otros debates más importantes respecto de los que el CIS tiene la española costumbre de no preguntar mucho, no vayamos a tener un disgusto. En concreto, sobre la monarquía. Ya explicó en su momento Adolfo Suárez que en su día en la Constitución tuvieron claro que sobre la monarquía no se debía preguntar porque, según las muy competentes consultoras americanas que hacían los estudios sociológicos en los que UCD basó exitosamente los primeros años de transición a la democracia, si se preguntaba al pueblo nos llevaríamos un disgusto.

En todo caso, ¿cuál es la relación entre monarquía y tortilla de patatas? Pues que el sondeo del CIS sobre la cebolla sí o no replica casi punto por punto los datos que previamente había recogido y tabulado una página web dedicada a la demoscopia, Electomanía, en un estudio previo, el único de estas características, publicado hasta la fecha sobre los gustos mayoritarios de los españoles en materia de tortilla. De modo que ello indicaría que los paneles de Electomanía, por mucho que sean realizados por Internet y con muchos menos medios que los del CIS, no van tan desencaminados a la hora de recoger el pulso sociológico del país.

¿Por qué es esto importante? Pues porque Electomanía sí pregunta con cierta regularidad (la última entrega ha sido de agosto de 2023) sobre si los españoles preferimos una monarquía y una república. En ausencia de datos al respecto del CIS, que hace como casi dos décadas que entiende descortés preguntar sobre este tema, y de las grandes encuestadoras o de los grandes medios, que han considerado prudente seguir esta misma senda (sólo hace un par de años una serie de medios alternativos como Contexto, la Marea, Público, Praza y otros se unieron para preguntar sobre el tema encargando un completo estudio a la encuestadora 40dB, en lo que ha sido más una excepción que una regla), los únicos de que disponemos más o menos constantes y actualizados son los que nos dan los citados paneles por Internet de Electomanía. ¿Nos podemos fiar de ellos? Pues parece que sí: si para la tortilla de patatas funcionan hasta el punto de que el CIS los replica casi punto por punto cuando pregunta, parece sensato asumir que para esto de saber si los españoles preferimos que ejerza la jefatura del estado un señor elegido entre todos o alguien cuyo mérito es más bien del espermatozoide que fecundó un óvulo concreto hace años también podamos considerar sus datos más o menos bien encaminados. Además, la encuesta de 40dB antes comentada coincidía sustancialmente en sus resultados con los de la tendencia de los panemos, lo que reafirma la idea de que nos podemos fiar de los datos de Electomanía.

¿Y qué sabemos sobre el debate monarquía/república en nuestra sociedad a partir de estos datos? Pues más o menos lo que podríamos intuir, pero está bien que más allá del feeling personal de cada cual tengamos un respaldo empírico sobre cómo son las cosas: que hay dos Españas bastante parejas en esto, pero con ventaja republicana (de entre 5 y 10 puntos porcentuales) que parece ir creciendo, además; que los jóvenes son mayoritariamente republicanos, mientras los mayores tienden a favorecer la permanencia de la familia Borbón en el trono; que hay importantes diferencias regionales (como le pasa a Pedro Sánchez, sin Cataluña y Euskadi en España difícilmente ganaría la República un referéndum… y, como con la tortilla, Galicia y Valencia se alejan de la pauta castellana y priman república sobre monarquía) pero, sobre todo, que la monarquía hispana es a día de hoy una cuestión esencialmente de las derechas, frente al mito interesadamente tan extendido desde la Transición de que “la monarquía española es apoyada sobre todo por los votantes de izquierdas”, que tan bien ha venido a los partidos supuestamente de izquierdas españoles para poder hincharse a canapés y genuflexiones en Zarzuela y en Palacio Real cada vez que han sido requeridos para ello: el apoyo a la monarquía es prácticamente unánime entre los votantes de VOX, altísimamente mayoritario en los del PP, minoritario en los del PSOE y entre muy marginal o directamente inexistente en el batiburrillo de “izquierdas a la izquierda del PSOE”TM y partidos independentistas, regionalistas o nacionalistas con pedigrí (todo ello puede consultarse tanto en los paneles de Electomanía como en la encuesta de 40dB). Nuestra monarquía es, pues, y lo es para mal, una monarquía de parte. Lo cual, sin duda es un grave problema. Que tiene consecuencias.

A la luz de esta realidad política y sociológica, por ejemplo, se entiende mejor la extravagante sesión de investidura que en unos días vamos a tener en el Congreso de los Diputados, cuando un Núñez Feijoo (PP) ha sido llamado a protagonizarla sin mayoría para poder ganarla ni un camino mínimamente viable para lograrla pactando aunque sea in extremis y por sorpresa, pues una mayoría mayor a la absoluta de partidos y opciones políticas han anunciado ya que en ningún caso lo votará. ¿Por qué? Pues nadie lo sabe ni entiende muy bien, más allá de que ésta ha sido la real voluntad de Felipe de Borbón y Grecia, a la sazón Jefe del Estado por ser hijo de la persona designada por Francisco Franco como sucesor del dictador en esa responsabilidad.

En una democracia constitucional normal, aunque sea con forma de monarquía parlamentaria, algo así es una anomalía. Porque en tales entornos los Jefes de Estado coronados, suele decirse, “reinan pero no gobiernan”. De hecho, ¡eso nos dicen también que es el caso de España a pesar de que luego no hacen más que ensalzarnos al Rey parando a los indepes catalanes, el Rey decidiendo investiduras y, en general, el Rey poniendo orden!

En principio, las monarquías en democracias normales sólo tienen una dimensión simbólica y protocolaria y nunca toman materialmente decisiones políticas, sino que éstas les vienen dadas por quienes tienen legitimidad democrática para ello. En una situación como ésta, por ello, correspondería a la presidenta del Congreso de los Diputados haber designado candidato a la investidura a quien tuviera, de verdad, alguna posibilidad de lograrla. Es lógico democráticamente, y además lo más funcional, porque la presidenta del Congreso ya ha sido designada por una mayoría de la cámara y es la que tiene interlocución directa con los partidos en ella representados. Pero, además, es también lo que dispone la Constitución española cuando señala que la designación formalmente realizada por el Rey ha de ser refrendada por la presidenta del Congreso, ya que el refrendo es precisamente la figura que nuestra Constitución emplea para indicar que ciertas decisiones, por mucho que formalmente vehiculadas a través del monarca, corresponden en realidad a otro poder, normalmente el ejecutivo, debido a que es el que cuenta con legitimidad democrática.

La salvaje anomalía de que en España aceptemos como normal y perfectamente sólito que en lugar de la presidenta del Congreso estas decisiones las esté tomando el Rey sólo se explica porque nuestro ecosistema institucional, mediático y político, en pleno siglo XXI, sigue sin tener interiorizado lo que ha de ser de verdad una monarquía parlamentaria contemporánea y continúa aplicando cánones más propios de la Segunda Restauración Borbónica de 1876 que los propios de cualquier democracia moderna occidental. Algo de suyo bastante preocupante. Pero más todavía si, además, como es el caso, introduce distorsiones en nuestro sistema de representación política, como ha sido el caso esta vez.

Es cierto que esta anomalía no había generado hasta ahora mayores problemas, pues la elección de candidato desde 1979 hasta nuestros días había sido siempre bastante evidente, sin que en ningún caso pudiera haberse esperado nada muy distinto de lo que hizo en cada caso el Rey de turno. Pero no puede decirse lo mismo de lo que estamos viviendo ahora, con la sorprendente designación de un candidato sin los apoyos suficientes ni posibilidad ninguna de obtenerlos, máxime cuando hay otro que sí los puede lograr. Porque, al haber propuesto a Núñez Feijoo como candidato, Felipe de Borbón ha sentado las bases para que, si el líder del PP ganara la votación, lo hubiera hecho de la única manera posible para ello, y a la que por lo demás los medios de la derecha monárquica y del propio partido conservador han apelado sin ningún rubor: lograr el apoyo de varios tránsfugas que voten contra lo que los partidos en los que han depositado la confianza una mayoría de electores han decidido que ha de ser su posición.

Afortunadamente, es altísimamente improbable, por no decir imposible, que algo así ocurra. Pero la enorme irresponsabilidad de Felipe de Borbón, y de todo el entramado institucional que jalea acríticamente sus decisiones, incluyendo el empecinamiento en ser él quien haya de decidir estas cosas (y eso, además, sin hablar siquiera con varios grupos parlamentarios clave, con partidos como Bildu, ERC, Bildu y, por supuesto, Junts per Catalunya que se niegan a reunirse con el Jefe del Estado por ser, lejos de una figura de consenso e interlocución, una institución que genera conflicto y disenso), es tal que ha sentado las bases para que algo así pueda ocurrir. Porque, aunque sea obvio hay que recordarlo, sin esta extravagante decisión regia sería imposible cualquier episodio de transfuguismo que, si se diera, probablemente destrozaría nuestro sistema institucional. 

Hasta ese punto es irresponsable la actuación del monarca. Y particularmente triste porque, además, ni siquiera se toma con la intención de ganar nada sino, simplemente, para congraciarse con la que es la base social que sustenta la institución y que sabemos que, siendo una minoría de la sociedad española, se corresponde con exactamente la minoría que ha de salir derrotada esta semana, de nuevo, en el Congreso: los votantes de PP y VOX. Es de esperar que la cosa no llegue a mayores, pero lo cierto es que Felipe de Borbón ha hecho un pan como unas tortas, o una tortilla de patata con su buena cebolla tenga o no tenga sentido meterla en el guiso, simplemente porque es la que a él más le gusta.

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