La entrevista estaba concertada desde hacía unos días. Visitaba el pueblo por segunda vez. La primera me llevé las alforjas llenas de ganas de volver. Me habían hablado del Carnaval Rural, y tras leer sobre el tema cuanto pude, decidí verlo en persona, entrevistar a alguien de la organización y a ser posible, pero esto último lo veía más complicado, participar. Ya había decidido ambientar en esa festividad ancestral y pagana una novela negra. —Novela que espera aún para ser contada—. Necesitaba comprobar si el tema tiraba de mí con la fuerza necesaria para arrancarle al silencio cada palabra de cada frase de cada página que iba a necesitar.
Hace un tiempo llegó al pueblo un norteamericano, de esos que ha seguido a Hemingway hasta Navarra, preguntando cuánto costaba un traje de momotxorro, el popular personaje del Carnaval Rural de Alsasua. No se venden, respondió alguien. Cada uno se hace el suyo visitando cuadras y a pastores, buscando en la casa, preguntando… hasta conseguir todos los elementos, el ipuruko, las pieles, los cuernos, las zatas, el cencerro… Los padres lo preparan en secreto para los niños, que lo piden al olentzero o por su cumpleaños y rebuscan en el valle y la sierra hasta conformarlo. Si no han visto un momotxorro, no saben de qué les hablo. Si no han visto el Ritual de la Sangre con el sol que se pone sobre la oscura nieve, no saben de qué les hablo, si no han visto a críos y crías de tres palmos sujetando la sarda, con la cara manchada de sangre, enseñando los dientes, reclamando con toda la fiereza que son capaces de encontrar en sus entrañas que despierte la tierra, el oso, que se siembre con fortuna, que vuelva la luz tras el invierno, que el lecho tenga dónde y con qué criar de nuevo, para que no se detenga lo que nunca se detuvo, no saben de qué les hablo. Y los miras a la cara y sabes que de alguna manera están conectados con quienes habitaron ese valle hace miles de años. Cuando el ser humano comprendió que solo siendo animal, tierra y lluvia sobreviviría a todo.
Una normativa municipal regulaba el Carnaval Rural de Alsasua en 1926. Era la prohibición de llevar armas, así como la obligación de descubrirse el rostro a todos los enmascarados al Toque de Oración, al caer la tarde. Es el último año que se tiene constancia de su celebración, hasta que en 1982, un grupo inquieto de jóvenes consiguió recuperarlo y convertirlo en uno de los espectáculos carnavalescos más impresionantes que he visto. Si alguna vez tienen la oportunidad de ver a más de quinientos momotxorros bailando la Momotxorroen Dantza cuando se detiene la comitiva en cada antiguo abrevadero del pueblo, me entenderán.
Y los miras a la cara y sabes que de alguna manera están conectados con quienes habitaron ese valle hace miles de años. Cuando el ser humano comprendió que solo siendo animal, tierra y lluvia sobreviviría a todo
Muchas y diversas teorías hay sobre el origen de la fiesta de Carnaval. Y seguramente, todas y ninguna son del todo ciertas. Demasiados años de historia, de fusión de culturas, de apropiación, importación, asimilación… de comunión entre grupos humanos diferentes, de invasiones, y guerras, y paces, y movimientos migratorios, de viajeros intrépidos y de leyendas a la luz de una fogata. Demasiado tiempo para buscar una única línea argumental. Hace cuatro mil años, los sumerios celebraban el Matrimonio Sagrado el primer día del año. En él el rey estaba obligado a casarse con una de las sacerdotisas de Innana, la diosa del amor y la procreación, para así asegurar la fertilidad de la tierra y la fecundidad de las mujeres ante el nuevo ciclo estacional que comenzaría en breve con la primavera, seguido de banquetes, música y danza. Parece que también los campesinos formaban una gran fogata para expulsar a los malos espíritus de sus cosechas. Los campesinos egipcios llevaban a cabo un ritual parecido durante el invierno en honor a Apis, dios asociado a la fertilidad. Las festividades romanas en honor a Baco, las Saturnales, o especialmente las Lupercales, que se celebraban el 15 de febrero también muestran una clara disposición a tomar conciencia del cambio de ciclo, de mirar a la tierra que va a brotar, a la nueva cosecha, y la nueva maternidad en tiempo de abundancia. Especialmente las Lupercales, donde se mataba al macho cabrío y a los perros, y se utilizaban sus pieles para fustigar y su sangre para untarse, recuerdan al Carnaval Rural de Alsasua.
La cita era el lunes de Carnaval a las cinco en el albergue municipal, donde la gente de la organización estaba con los preparativos del martes, el día grande del Carnaval Rural y cuando tiene lugar la comitiva. Al entrar pregunté por la persona a la que buscaba, Aguirrebengoa. Nos sentamos a una mesa y encendí la grabadora. He escuchado aquella grabación varias veces, y siempre es un recuerdo entrañable; aquella gente me hizo sentir uno más durante tres días, me dejaron ser Carnaval Rural… comí con ellos, me vistieron como uno más, y salí con ellos a decirle a la naturaleza que aquí me tenía, bajo la lluvia, y reclamar así que terminara la gran noche del invierno. La vida y la muerte hechas carnaval, olor a sangre aferrada a las calles, para que nunca llegue una sin la otra. Nunca un ciclo tuerto, porque el siguiente será al contrario. Nunca una primavera más larga que un invierno, pero menos aún un invierno que no acabe de morir nunca, porque con él moriríamos todos. Aquella tarde conocí un pueblo que llama al nuevo ciclo, vi cómo se hacen las gentes tierra, y sangre, y piel, y asta, y semilla, y atardecer que busca el alba, el nuevo alba que traerá la nueva cosecha, y despertar al oso, y convertir la nieve en río, y manantial, y la lluvia y la tierra en barro que moldeará nuevos hijos e hijas que traerán más grano, y más vino, y más voces para cantar, y manos que toquen la txalaparta, y bueyes que tiren del carro, para que nunca se detenga. La supervivencia de un pueblo está en mirarse, y poder leer quién es. Eso hicieron hace más de treinta años unos jóvenes curiosos que anduvieron puerta por puerta de la gente más mayor del lugar para pedirles que buscaran en la niebla las historias que no les dejaban dormir cuando eran ellos y ellas los jóvenes y sentían la piel invencible y la muerte más lejana que la luna que bañaba el valle de Burunda a los pies de la sierra de Urbasa.
Aquellos jóvenes ahora son los sabios del lugar, los que te miran en silencio y te responden casi todo lo que ibas a preguntar sin necesidad de hacerlo. Porque ahora son ya árbol, y piedra, y mulo que tira, y vendrán otros detrás, seguramente esas crías y críos que enseñan los dientes con arrojo la noche del martes de carnaval, y que orgullosos, golpean el suelo con las sardas y llaman con sus cencerros, llaman al nuevo ciclo, a la vida, a la tierra preñada. Cada año, el martes de Carnaval, uno no puede evitar escuchar una txalaparta lejana, en el recuerdo, como si la tierra lo llamara. ¿La escuchan? ¿Escuchan la niebla que ya levanta?