A mediados de los ochenta el que firma era un pequeño rockabilly de doce años que escuchaba rocanrol clásico, se levantaba un tupé de varios centímetros y bailaba una mezcla absurda de claqué, zapateado y twist que dudo mucho haya podido borrar de su mente quien tuviese el percance de ver en vivo. Mis amigos dicen que llevaba unos boogies, yo no lo recuerdo. Recuerdo soñar con ellos, desearlo, pero no llegar a conseguirlos. Quizá mis ganas de tenerlos nubló la vista y los sentidos de mis colegas hasta el punto de hacerles creer que veían aquello que yo deseaba tanto. No lo sé, pero no recuerdo ni creo haber podido tener unos zapatos así con doce o trece años. Aunque ellos apostarían que sí.
Cada mañana me levantaba con el tiempo suficiente para moldear mi pelo hasta conseguir una simetría asquerosamente matemática en ambos lados del tupé. Cada día lo mismo. ¿Saben lo que cuesta eso con el pelo rizado? Sí, con práctica unos pocos minutos, pero a esa edad la práctica es una palabra sin sentido. El hecho, que no he olvidado en más de treinta años, es que el mejor tupé, el más perfecto rulo de pelo convexo, la más seria amenaza contra la física que se haya hecho jamás, me salió una noche antes de acostarme después de la ducha. Es decir, nadie pudo ver aquello. Lo expliqué, sí, claro, con una emoción incontenible, todo es incontenible a esa edad, «ayer me salió un tupé perfecto», piensen cuánta expectación puede generar ese comentario en una mesa familiar a la hora de la comida, «acábate el primer plato, va», o con los amigos, «¿sí?, pues mira, yo he pisado un chicle». El mundo siguió girando como si nada, insensible, pero yo no lo superé fácilmente. Cuando alguien hace algo de lo que sentirse orgulloso, necesita que el mundo lo sepa. Necesita que quede constancia del logro, del esfuerzo, del tesón. Ya sea algo digno de mención o una auténtica basura.
Casi a diario me preguntan para cuándo una nueva novela. Hace dos años terminé una obra. Lo di todo en ella. Lo puse todo. Los trozos de mi corazón hecho trizas, mi sangre, mi sudor y mi ceniza. Como siempre. Y después de todo este tiempo todavía está en proceso de negociación. Ahora tengo un nuevo proyecto entre manos. Y uno debe dejar atrás todo lo escrito anteriormente. Olvidarse del mercado editorial, de las tendencias, de los premios que son un teatro, de los premios que sí son premios, pero como todo acaban siendo una opinión de alguien de carne y hueso, al igual que tú. Cuando uno escribe, canta, pinta, o hace fotografía documental debe olvidarse del resto. De lo que vendrá, de lo que resultará de su arte. De si será aplaudido por la crítica. De si su tiempo, su momento e incluso sus colegas van a respetarlo. El ego personal no debería modular la cultura futura de toda una sociedad. Tampoco el éxito. El éxito es efímero, vacío, al contrario que el amor. Y es un animal que necesita cada vez más alimento. En cierto modo, esclaviza. Y en algunos casos acaba por corromper la naturaleza propia del arte, la literatura, el cine, incluso el juego del mus con pastas de té. El éxito puede envenenarlo todo… Así que uno se vuelca, se desnuda, se abre el pecho a navaja con una novela, y aun así puede que una dinámica editorial incomprensible para los mortales le lleve a no tener visibilidad alguna en la estantería de la librería o en los medios especializados. Y cuando esto ocurre, uno siente que se va a dormir con un tupé irrepetible, y que lo va a restregar contra la almohada hasta parecer una palmera.
Y entonces piensas en toda esa cultura que no existe porque no se ve. Todas esas novelas. Todo ese arte, ese cine escrito en papel y nunca llevado a la pantalla, ese documentalismo no filmado porque nadie ha puesto recursos en ello. Porque nadie ha dado el primer paso hacia un camino que podía cambiar la concepción cultural de nuestro tiempo un poco, o un mucho, un gran mucho. Y nunca lo sabremos. Un pedazo de cultura que no existe porque no tiene cabida en las cuentas de resultados, porque el departamento comercial y financiero de la industria cultural ha decidido que se lleva otra cosa, o que hay que copiar lo que publica la competencia, o que nieve en verano, o que las ensaimadas se vendan desenrolladas a partir de ahora.
El otro día leía que el libro se está recuperando. No les crean, el libro nunca ha estado enfermo ni en peligro
El otro día leía que el libro se está recuperando. No les crean, el libro nunca ha estado enfermo ni en peligro. El libro, por suerte, es una cosa, y la industria editorial otra. La cultura, por suerte, es una cosa, y la industria cultural otra. Si no, queridos amigos y amigas, estaríamos perdidos. Perdidos para siempre. Ninguna cultura real sobreviviría a ser una cuenta de resultados.
Escribo todo esto hoy porque ha sido el día mundial de las librerías. Conozco a un buen puñado de libreros que con su trabajo apasionado cambian la vida de un libro, y por ende de una sociedad en mayor o menor medida. Libreros que aman los libros que nadie más ha conseguido ver. Libreros que sí aman los tupés, ustedes ya me entienden.
A veces creo que me hice escritor porque tuve que renunciar a mi sueño de ser librero. Escribir es acercarme al sueño. Ser parte de él. Quizá sea eso lo que uno busca escribiendo un libro tras otro. Estar en la estantería de nuevo. Ser parte de ello. Y una vez tras otra intentar construir una novela sincera, digna de estar en una librería. Con el riesgo de que eso no ocurra, de que la corriente editorial te arrastre mar adentro, lejos de la orilla. Pero a quién le importa el peligro. Vale la pena el riesgo… Uno es lo que es. Y si de verdad creen que un rockabilly de doce años puede salir de la ducha sin levantarse el tupé, es que nunca han conocido a uno.