La de la escritora Charmian Clift y su familia es una de estas historias, una que sucedió antes de que terminase con su vida en Sidney, su Ítaca de fin del trayecto. La isla en la que se desarrolló la historia es Hidra, ahora conocida por ser una de las islas más tranquilas del turístico Egeo: en ella no circulan los vehículos, tan solo burros y caballos engalanados a la manera tradicional, que hacen las delicias de los turistas ávidos de exotismo mediterráneo para Instagram. Sin acritud: el que escribe no reniega de su naturaleza de turista, en Hidra —donde se ha gestado este artículo, a medias por casualidad, a medias con intención—, o en cualquier otro destino. Clift, su marido y sus dos hijos (nacería allí un tercero) se instalaron en la Hidra de los años cincuenta con la esperanza de quemar el horizonte gris desolación de los días por venir con el implacable sol griego. Tras probar suerte en la isla de Kálimnos, su primer destino, aumentaron notablemente la apuesta comprando una de las grandes casonas de esta isla en decadencia, convirtiéndose de este modo en los segundos forasteros que pasaban a ser considerados habitantes de pleno derecho de esta franja alargada de roca que emerge del mar. Los buscadores de loto, que publica Gatopardo con traducción de Patricia Antón, es la crónica luminosa y áspera de esta experiencia. Con un estilo brillante a caballo entre el reporterismo y la mejor literatura, Clift nos hace partícipes de su evolución en la isla y de la evolución misma de la isla, cuya aristocrática degradación dará paso a la popularidad propia de la industria del souvenir: en las tiendas de plomos y otros útiles para la pesca comenzarán a venderse baratijas para extranjeros.
Son muchos los pasajes del libro —uno de los cuatro que escribió en las islas griegas, dos autobiográficos, este y Los cantos de sirena, y dos novelas— que uno querría reseñar en este artículo: Clift sobre la febril competitividad que los llevó a poner agua de por medio con su día a día, maldiciendo los nacionalismos capaces de truncar su sueño y el de cualquiera, en una admonición sobre lo que no podrá ver cuando muera, o incluso regalándonos una descripción lovecraftiana de lo que yace en el fondo del mar. Son muchos, efectivamente, pero hay dos que definen la esencia del libro. El primero hace referencia al divino Helios que todo lo aplana, omnipresente en el relato: “Tendida inerte bajo las grandes y cálidas olas de luz, me alegré de nuestra decisión de vivir bajo el sol. Vivir al sol es reparador. Todo está abierto, todo se revela. Aquí no hay engaño posible, sino la pura verdad de las cosas. Creo que ninguna belleza ha sido nunca tan auténtica para mí como esta belleza de rocas y mar y la de las montañas que emergen entre uno y otro azul, con la única presencia en sus faldas de las austeras terrazas blancas de unas casas simplificadas hasta la más pura geometría de planos y ángulos. Me da la impresión de que también nosotros nos hemos simplificado, viviendo aquí, como si el sol hubiera abrasado la lanosa pelusilla de nuestras confusiones individuales: los deseos a medias perseguidos con vacilación, los miedos a medias que nunca se vencen del todo, los logros parciales que medio rechazamos desde un perplejo descontento. Al despojarnos de tanto, nos vemos reducidos a nuestros seres más elementales, más ligeros y más libres, pero no más empobrecidos, puesto que solo nos hemos despojado de unas cuantas ridículas y pequeñas vanidades”.
El otro pasaje convierte a la propia autora en una figura mitológica, en una Sísifo vestida con telas lavadas por la luz interminable y la sal, avejentada por las preocupaciones y la tensión y consagrada a tareas de supervivencia que cada día vuelven a comenzar: “¿Qué tiene de creativo esto? No hay progresión, no se construye hacia una cumbre ideal, solo se perpetúa el presente. Lo limpio se ensucia, lo sucio se limpia, lo limpio se vuelve a ensuciar. Te sientes tan cansada como un gladiador tras el combate y, sin embargo, el mañana no traerá descanso. Todo debe hacerse de nuevo, y una vez más. ¿Y fue por esto, pienso mientras examino con pesar mis manos mugrientas, por lo que renuncié tan gustosamente a las comodidades materiales de la civilización? ¿A los artilugios? ¿A los aparatos que ahorran trabajo? ¿A las ventajas del progreso tecnológico? ¿Al suministro de agua caliente? ¿A hacer la compra por teléfono? ¿Al jabón Mister Stork para pañales? ¿A las escotillas de escape que eran la ropa bonita, las cremas, los perfumes franceses, los teatros, los conciertos, los cócteles, los paseos para ver escaparates? Un ama de casa es un ama de casa dondequiera que esté: en la ciudad más grande del mundo o en una pequeña isla griega. No hay escapatoria. Debe moverse siempre según el número decimal periódico de sus ritos”. El miércoles pasado se cumplieron cien años del nacimiento de Charmian Clift. En Hidra hoy no hay placas que la recuerden, tampoco una casa museo, ni se venden sus libros como souvenir. No queda rastro de los cientos de páginas dedicadas a las calles junto al puerto ni a sus vecinos nativos, tan rocosos como la isla. Solo queda el sol, y un sueño en blanco, blanquísimo, cegador.